——TRES ZOPILOTES ——
Parte I/III
«El sol estaba en su máximo punto, lo miré a pesar de que me lloraban los ojos; vi a tres zopilotes volando alrededor, uno detrás de otro».
Era el último día de la excursión escolar, habíamos
pasado tres días y dos noches en aquel poblado. Al equipo D, le tocaba alzar
los utensilios del desayuno, lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de
redilas blancas.
Levantamos nuestras tiendas de campaña desde
muy temprano, pretendíamos alcanzar a los demás equipos antes de que cruzaran
el puente. Una vez que todo estuvo listo, decidimos subirnos. Miré atrás, esperando
poder despedirnos de al menos de los niños.
Levanté la vista, el sol estaba en su máximo
punto. Miré con dificultad, a pesar de que me lloraban los ojos por la luz. Vi
a tres zopilotes volando alrededor del astro, uno detrás del otro. En el aire,
trazaban una lenta circunferencia oscura; proyectándola sobre nosotros.
***
Habíamos viajado durante cuatro largas horas,
hasta que el autobús se negó a pasar por el estrecho camino, donde más adelante
se alzaba el sorprendente puente, que colgaba en las alturas.
Y por fin al llegar, luego de una fatigosa
caminata, los habitantes del pueblo Mascota nos recibieron. Como nos había
dicho nuestro amigable guía: su sustentación se debía a las plantaciones de
manzanos que exportaban a las comunidades cercanas.
—Eso siempre y cuando las lluvias no
derribaran el puente —nos señaló. Todos sudamos con sus palabras, recordamos
que habría que cruzarlo de regreso.
Aprendimos y les ayudamos a recolectar las manzanas
verdes, de las que tanto se enorgullecían. Nos permitieron comer cuantas
quisiéramos, eso sí, sin desperdiciarlas.
La primera noche nos invitaron a reunirnos en
su fogata. Diego, el líder de nuestro respectivo equipo accedió. Según la tradición,
cada uno compartiría un secreto que nadie más supiera hasta ese momento. Al terminar
de contarlo, tomábamos del suelo alguna piedra negra y la arrojábamos a la hoguera,
siendo el turno de otro.
—Pobre del que no cumpla con la regla —nos
dijo uno de los jóvenes pobladores— porque atraerá la desgracia consigo.
Las piedras lisas y oscuras como la noche
reflejaban la luz de las llamas, por lo que era fácil reconocerlas como obsidianas
naturales.
***
Al segundo día, nos levantaron de madrugada, fuimos
al río para bañarnos. Según nuestra profesora de física, el agua había
conservado durante la noche todo su calor y debido al correr constante del
flujo, no la sentiríamos tan fría. Nos mintió.
Horas después, caminamos cerca de tres kilómetros,
y para evitar interferir con las funciones del recinto hospitalario, fuimos entrando
por turnos; al ser el último de los equipos, entramos hasta el final.
Cuando íbamos visitando los «cuartos»
divididos por mantas entre un «consultorio» y otro, vimos cómo los sanadores, atendían
a los enfermos dándoles brebajes, mientras murmuraban oraciones en lenguas
extrañas e incomprensibles.
En la parte posterior del destartalado
edificio había un patio; ahí a la intemperie, acostaban a los convalecientes. Para
regresar a la entrada, nos topamos con una señora muy anciana. Vestía con un
rebozo rosa a juego con su larga falda, llevando el canoso cabello recogido en
un desastroso chongo.
Con una mano se apoyaba en su peculiar bastón.
Daba la impresión de estar ciega por las cataratas azuladas que le empañaban
los ojos, pero su rápido caminar entre el desnivelado suelo, nos sacó de ese
error. La dejé pasar primero, por el estrecho portón oxidado.
Una vez que hubo pasado, se alejó unos pasos,
giró y con el bastón, apuntó hacia Diego. Lo mantuvo en alto señalándolo por
largo tiempo. Una sonrisa torcida pareció dibujarse entre sus labios partidos. Él
no pareció darse cuenta, estaba mirando a otro lado. Finalmente la anciana se alejó,
no sin antes escupir en el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó mi compañera Maira, mirando
de lejos a la viejecilla—. Por fin nos largaremos de este lugar —dijo, y asentí
con la cabeza.
De regreso al campamento, notamos que cada
una de las piedras oscuras que conformaban el camino principal, a pesar de su
variado tamaño estaban colocadas de tal modo que hacían una circunferencia
perfecta.
Nos preguntamos si aquello era un tipo de señalamiento
o parte de una atracción turística (si es que había alguna por aquí). Sin percatarnos,
nuestro equipo se fue quedando rezagado conforme encontrábamos más de aquellos círculos.
—Es increíble que no los notáramos la primera
vez que pasamos por aquí —mencioné, analizando la elaborada configuración.
—Si, antes no vimos ninguno—respondió Karim—.
Seguramente, lo debieron de haber armado hoy.
Maira se
acercó y con el pie, removió las piedras, regándolas por doquier. Al
dispersarlas, la circunferencia mayor que conectaba a las demás, se deshizo.
—No hay nada abajo —dijo desilusionada,
lanzando un suspiro de aburrimiento.
El guía, preocupado por nuestro rezago, había
regresado por nosotros; al ver lo que había hecho mi compañera, enseguida se
puso pálido.
—¿Qué has hecho? —dijo casi en un susurro.
En ese momento, nos dimos cuenta de que en
verdad estaba muy molesto, casi al borde de la histeria. Para ser un chico acostumbrado
a las visitas citadinas, diría que tenía muy pocos nervios.
Entre todo el equipo las colocamos de nuevo en
su lugar, pero la circunferencia ya no volvió a quedar como estaba.
***
Debido a que nuestro buen guía nos dejó varados,
tardamos bastante en dar con el campamento. Al llegar, estábamos realmente cansados
y descubrimos que ya le habían informado al jefe de la comunidad sobre nuestro «irrespetuoso»
comportamiento.
El acuerdo al que habían llegado nuestros
maestros con ellos fue el de excluir al equipo D a los límites del campamento. Aparte,
nos tocaría llevar todas las maletas y alzar los utensilios del desayuno,
lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de redilas, situada lejos de los
terrenos en donde iniciaba Mascota.
A todo se nos hizo una medida sumamente drástica
pero debíamos de acatar órdenes; lo bueno era que el destartalado transporte
nos acercaría hasta el puente colgante.
Estábamos disfrutando de la idea, de que al menos
no nos cansaríamos de caminar los tres kilómetros, cuando nos avisaron que el vehículo
solamente transportaría cosas, no personas; a modo de respuesta suspiramos y
miramos el largo trayecto a recorrer el día de mañana.
***
Durante la madrugada llovió persistentemente.
Sin embargo, eso no fue suficiente para que nos dieran cobijo; nos quedamos en
nuestras tiendas donde el agua se trasminaba.
Poco tiempo después amaneció, a lo lejos escuchamos
cómo a los equipos A, B y C, los lugareños les obsequiaban platillos hechos de
deliciosas manzanas verdes y los despedían con calurosos abrazos y sonrisas. Mientras
eso ocurría, nuestro equipo lavaba platos, cargaba maletas y alzaba la basura
producida en nuestro exilio parcial.
Cuando nuestros compañeros se hubieron
marchado, pasó otra media hora en lo que terminamos de subir todo a la
camioneta. El terreno estaba resbaladizo y teníamos lodo por todas partes.
Al treparme en la parte de atrás del viejo furgón,
levanté la vista. El sol estaba en su máximo
punto, lo miré a pesar de que me lloraban los ojos; vi a tres zopilotes volando
alrededor, uno detrás de otro. Trazaban una lenta circunferencia invisible,
proyectándola como sombra sobre nosotros.
Fue extraño, sentí un mal presentimiento inundándome
el corazón. Al perderlos de vista, aquella sensación no se desvaneció del todo.
Me subí de mala gana.
Debido a la lluvia repentina y persistente,
el maestro Mario hizo hasta lo imposible porque nos prestaran el vehículo. El
jefe accedió, con la condición de que sólo él manejara y la dejara cerca del
puente. Ahí lo esperaría uno de los pobladores para regresarlo a los terrenos
de Mascota.
Avanzamos unos metros y los vimos salir de entre
sus palapas. Los observé quemar el espacio de terreno que los marginados, habíamos
ocupado para acampar. A pesar de la lluvia, el fuego se extendió, quedando cenizas
húmedas.
Paraditos como ganado transportado entre las
maletas bajo la lluvia, no podía esperar a que pasáramos el «hospital» para
estar más cerca de casa.
Pasé de mirar a Maira, a girar la cabeza para
contestarle a Diego que se callara. En ese momento, el tiempo y el espacio se esfumaron.
***
Me vi a mí misma de niña con mi perro, cuando
éste todavía vivía. Me observé como si fuese un ente externo y mis vivencias se
estuvieran proyectando. Como si de una película vieja se tratase, me pasé a
otra escena, donde me mostraba exactamente el momento en que ganaba una carrera
de velocidad femenil. Corte. Luego apareció otra escena más reciente y ahora lo
recordaba; me había peleado con mi padre y, sin dirigirle la palabra, me subí al
autobús. «¿Pero qué era esto?, ¿un déjà vu?» —resonaba mi voz en la nada lejana.
***
Vi una nube de imágenes fugaces de mi vida, rebobinándose
en mi mente a mil por hora.
Al abrir los ojos, me encontré tendida bocarriba.
Los fragmentos confusos de estar dando vueltas, el polvo, el sonido de miles de
vidrios quebrarse, ver varios garrafones vacíos rodando y sentir las maletas proyectándose
contra mi cuerpo, tardaron en llegar.
Tenía las orejas, la boca y los ojos llenos
de tierra. Un relampagueante dolor, me hizo recordar el campamento, ir en la
vieja camioneta y las vueltas. De inmediato, me asusté al no escuchar ni ver a
nadie más a mi alrededor.
En ese instante todo era silencio, hasta que
de las maletas desechas emergió Karim. Desperdigando los vidrios del parabrisas,
se reincorporó Maira para salir y al hacerlo, los tres nos topamos de manera
abrupta con el atardecer.
Pasó un rato en lo que mi vista y oído
volvieron a la normalidad. No notamos siquiera heridas o moretones pero sí
cierta confusión. El vehículo había estado a unos metros de haber rodado río
abajo. Sin duda habíamos sido suertudos por no terminar allá.
Habíamos estado por poco de no contarla,
sobrevivimos el accidente. Las lágrimas recorrieron mi terroso rostro, juré
nada más volver y me disculparía con mi padre. Sí, aún había tiempo, tenía otra
oportunidad de hacerlo y me alegré por ello.
Sin parabrisas, las estacas blancas rotas y
parte de la camioneta desecha, decorada con trastos por doquier, esperamos a
que Diego y el profesor Mario, se reunieran con nosotros.
Al pasar el tiempo, nos dispusimos a buscarlos
por nuestra cuenta, quizás habían ido por ayuda o a lo mejor se habían perdido.
El accidente nos había dejado desorientados.
Pensamos que por el ruido de la estruendosa caída,
los pobladores vendrían a ayudarnos, pero nada pasó. Decidimos tomar solamente
las pertenencias que pudiéramos cargar y caminar en dirección hacia donde por decisión
unánime, estaba el puente.
Luego de recorrer un tramo, Maira se quejó de
un dolor fantasma en el tobillo. Y digo fantasma porque al revisarla, no encontramos
la causa que originaba su dolor; a pesar de que ella aseguraba sentirlo.
Desde ese momento comenzó a cojear y eso nos
obligó a tomar más de un descanso. También nos dimos cuenta de que la tarde
parecía no transcurrir; el sol siempre estaba en la misma posición, nuestras
sombras eran invisibles. No comprendíamos el por qué, si habíamos caminado por
lo menos dos horas.
En lo que debatíamos sobre ello, de los árboles
cercanos emergió nuestro profesor a cargo. Nuestro asombro y felicidad de ser
rescatados, se vio desplazado por un miedo indescriptible; la desesperanza que
emanaba desde sus ojos.
Él, indiferente a nuestras presencias, siguió
recorriendo el camino principal, tapizado en su mayoría por obsidianas y otras
piedras naturales.
—¿Profesor Mario? —preguntamos.
—¿Pero qué es lo que hace? —le gritó Karim—. ¿Acaso
nos ignora?
—Quizás esté todavía en shock —respondió
Maira.
—¿Profesor? —repetí—, ¿se encuentra bien?
No nos hizo caso, parecía incluso más perdido
que nosotros. Al darnos la espalda, vimos que tenía un feo golpe en la nuca. La
sangre le había manchado la playera y le escurría, dejando un rastro sobre el
suelo.
—¡Sujétenlo! —gritó Karim—. Tenemos que
detenerle la hemorragia o se desangrará.
Los que quedábamos del equipo D lo inmovilizamos.
Maira le colocó una sudadera sobre el cráneo a modo de turbante, mientras nos
mirábamos entre nosotros, ocultando el pánico que sentíamos; esto lucía muy mal.
***
Una vez que el profesor hubo ahuyentado a las
manos que lo sujetaban, el eco de sus voces lo hizo perder la poca cordura que
lo mantenía a flote. Corrió fuera del camino principal, y en cuanto hubo puesto
un pie fuera de este, desapareció.
—¿Cómo pudo suceder aquello? —nos
preguntamos. Inmediatamente comprobamos la zona, ni rastro del profesor. Era
como si nunca hubiera existido. Karim acercó la mano derecha hacia el sitio, en
donde no hace mucho había estado el susodicho.
Un estremecedor grito de dolor desgarró el
cielo naranja. Su mano se había evaporado, al igual que el profesor Mario.
—¿Qué es esto? —masculló Karim sin comprender.
Espantadas, entre las dos lo arrastramos de
vuelta; comprobamos que su mano ya no estaba. Un corte limpio y del resto de su
extremidad, le salía polvo como si de sangre se tratara.
—¿Qué está pasando? —gritó con histeria Maira.
—¿En dónde estamos? —pregunté sollozando.
***
Al tranquilizarnos (dentro de lo que cabía),
decidimos llegar a como diera lugar al puente; siempre con el miedo de dar un
paso en falso y desaparecer.
Pronto nos dimos cuenta de que siempre y cuando
nos mantuviéramos en el camino principal, eso no sucedería.
Después de caminar y caminar, seguimos viendo
al sol situado en el mismo punto en el cielo, inmóvil y congelado. Con frustración
y desencanto, descubrimos que habíamos regresado al mismo sitio de donde habíamos
partido.
La única diferencia era que ahora, la camioneta
estaba puesta como se debe, los objetos desparramados ahora estaban apilados y parecía
ser menos el caos.
—¡Otra vez aquí! —gritó Maira con las manos
en la cabeza.
—¿Cómo es esto posible? —balbuceó Karim.
Fastidiados dejamos el resto del equipaje, porque
con cada paso, parecía ser más pesado el contenido. Nos dispusimos a retomar la
vía, nos aseguramos de ir siempre hacia adelante; de cualquier forma obteníamos
el mismo resultado.
—¡No puede ser! —grité.
—¡Maldita sea! —espetó Maira—. ¡Estamos
caminando en círculos!
—«Esto me supera» —exclamé para mis adentros.
«¿Cómo era posible volver no una, sino tres veces al mismo sitio?», pensé.
Comenzamos a discutir si era mejor emprender
de nuevo la patética caminata o si nos quedarnos en un mismo sitio para que nos
encontraran. Decidimos intentarlo una vez más.
Al alejarnos, notamos que conforme más veces cruzábamos
de un lado a otro, surgían nuevos círculos hechos de obsidiana. ¿Cómo no los habíamos
visto antes? Eran tantos que tapizaban el poblado y conforme los mirábamos se multiplicaban.
Les echamos un vistazo de cerca; en su
interior cada círculo encerraba algo maligno, que nos asechaba y trataba de
alcanzarnos, desplazándose de un lado a otro dentro de su limitado espacio.
Gracias a aquellos circunferencias formadas,
lo que sea que estuviera dentro de las mismas, nos separaba de ellos. En eso, me
detuve a pensar en el que habíamos «arreglado».
—¿Qué hemos hecho? —les grité—. ¿Cómo no lo supimos
antes?
—¡Disparates! —pronunció Karim.
—Sin advertencia alguna… —pronuncié—: nos
maldijeron.
—¡Estamos condenados! —estalló Maira.
El pánico, cansancio acumulado e incertidumbre
nos estaba destruyendo. Nuestras creencias nos dividían. Pronto nos acalló un
sonido desagradable y temible; estaba demasiado cerca. Se nos erizó la piel; algo
nos estaba siguiendo el rastro.
Ante el estallido de la estampida, Maira muy
cerca de los límites del camino principal, trastabilló. Al tratar de recobrar
su paso, colocó un pie al frente; justo en el límite del inicio de las vías secundarias.
Karim y yo la observamos, conteniendo el aliento. Pisó fuera del camino
señalado y todos aguardamos.
***
La jalé del cabello para regresarla al lugar
que considerábamos a salvo; todavía conservaba el pie.
—¿Pero qué?... —dijo, apoyando de nuevo el
pie, escuchándose un leve crujido. De entre la suela de la bota, se deslizó una
piedra negra; era una obsidiana y le había salvado la extremidad. Ahí comprendimos
cómo podíamos salir de ahí.
Lo que nos perseguía sin descanso, era guiado
por un sonido seco y constante. Si las obsidianas servían para cercarnos,
entonces también nos servirían para apartarlo de nosotros.
Y como si hubiésemos tenido la misma idea,
comenzamos a juntarlas y llenarnos los bolsillos de piedras negras, en lo que corríamos
por nuestra vida.
Karim se adelantó y comenzó a trazar una línea
con su única mano, una divisoria entre «eso» y nosotros. Cuando hubo cruzado el
último integrante del equipo D, cerramos el círculo abarcando todo el espacio a
lo ancho del camino. Eso lo detuvo por el momento.
—Genial—resopló Maira—. Si regresamos, nos
toparemos con «eso», y caeremos en nuestra propia trampa.
—¿Es que acaso deseas regresar? —le pregunté molesta,
mirando también a Karim.
Ninguno de los dos objetó nada. No teníamos intención
de dejar de intentarlo, llegaríamos al puente. Muy pronto estaríamos en casa.
***
Unos con los calcetines llenos, otros con las
botas llenas y pesadas; cada uno tintineaba, avanzando con lentitud. Por si las
dudas, decidimos llenarnos cualquier bolsillo de las pequeñas, relucientes, frías
y puntiagudas piedras. Al caminar chocaban unas contra otras, sonando como
canicas.
Otro sonido en las cercanías nos puso de nuevo
en alerta. De súbito iniciamos el trazo de una circunferencia sin terminar, esperando
cualquier cosa.
Frente a nosotros apareció Diego. Su expresión
de asombro fue creciendo conforme nos miraba a cada uno.
—¿En verdad son ustedes? —preguntó.
—¡Claro que somos nosotros, idiota! —bufó Karim—.
¿A quién más esperabas encontrar?
—Han… vuelto— musitó.
—¡Bah, otro en estado de shock! —se quejó Karim.
—No le hagas caso —terció Maira—, está
afectado por lo que hemos pasado.
Diego posó la mirada en la mano faltante de
su compañero, y antes de que pudiera preguntarle respecto a aquello, le interrumpí.
—De cualquier forma, ¿por qué no regresaste
por nosotros?
—¡Claro que regresé! —respondió, defendiéndose
de la recriminación—. Fui por ayuda cuando ustedes… — y enmudeció.
—Bueno, creo que tu ayuda evidentemente nunca
llegó —se quejó Karim.
El silencio nos incomodó, una manera de zafarme
del mismo fue preguntarle si sabía algo del profesor.
Diego nos mencionó que ya se encontraba
mejor, lo estaban atendiendo y se les había informado a los demás maestros y
alumnos sobre la situación del accidente.
—¿Y qué planean hacer? —nos preguntó.
—¿Acaso no es obvio? —levantó Maira la vista
al cielo—. ¡Queremos ir a casa!
Todos asentimos con vehemencia. Diego se rascó
el antebrazo y frunció los labios, ese gesto ya lo conocía. Lo hacía inconscientemente
cuando algo no le parecía y le daba miedo demostrar estar en desacuerdo.
—¡Tú —le ordenó Karim—, ya has logrado salir
de aquí; entonces, nos enseñarás el camino de regreso!
—Temo que me es imposible —nos dijo en un murmullo—.
Yo… —balbuceó— ¡yo ya no puedo volver! —y al decirlo, algo raro sucedió.
De los
tres que quedábamos, cada uno optó por tomar una vía distinta, asegurándole a
los demás, ser el camino indicado.
—¿Qué hacen? —les pregunté—, si el puente
está por éste lado.
—Mi instinto me dicta que debemos de seguir en
aquella dirección —señaló al lado opuesto Karim.
—Siento que debemos de ir por acá —se excusó Maira.
Era difícil de explicar; no obstante, ahora
que éramos libres de caminar por donde nos placiera, cada uno tomó su camino y
nos separamos.
—No deberías de quedarte aquí —me dijo Diego,
antes de irse. Miré a los demás alejarse, fue la última vez que los vi.
***
El tiempo era muy extraño, el atardecer nunca
acababa. No sé cuánto tiempo pasó luego de emprender sola mi viaje, cuando vislumbré
de lejos el hospital.
A partir de ese punto, mis pies me empujaban
hacia una misma dirección, recorrí el edificio, seguí un pasillo estrecho y frio.
Para mi sorpresa, de la parte posterior, salió la voz que reconocí de inmediato.
Algo dentro de mí se iluminó, doblé en la siguiente
esquina donde la pared de cemento tenía una columna y me dejaba verlo
parcialmente.
—¡Pa…! —exclamé, pero fui interrumpida con brusquedad.
Fui
presa de un brutal jalón invisible, el cual petrificándome en el acto, me hizo caer
de espaldas detrás de la columna. Algunas de las obsidianas salieron
desprendidas desde mis bolsillos y botas. Aunque el sonido fue tenue, nadie
dentro de la habitación se asomó para ver lo que había sucedido.
Debía de ser sumamente interesante lo que discutían
en su interior como para no percatarse del ruido.
—Déjalo estar, pequeña —me dijo—. ¡No te
involucres más!
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