—— MURHAN ——
Parte II/III
«Enseguida el guía, al ver lo que había hecho mi
compañera, se puso pálido».
Cada año, los maestros del instituto nos invitaban al
campamento para valorar los beneficios adquiridos, al vivir como la clase media.
Se realizaba una estancia corta en lugares remotos, donde no había servicios públicos
básicos.
Cuando uno volvía de aquellas salidas, ya no
era el mismo. Era una buena lección para apreciar y trabajar por lo que se
tiene, sin perder de vista el entorno social en donde nos desarrollamos.
Madurábamos, eso era todo.
***
Por equipos cruzamos, todo el puente se
tambaleaba. Agradecí no temerle a las alturas como le sucedía a mi compañera
Carmen. Aquella estructura estaba sostenida por finas cuerdas que se anudaban
unas con otras y llegaban hasta el otro extremo. Cuando ya todos nos encontrábamos
del otro lado, el maestro Mario vociferó:
—«Ni se relajen, nos faltan todavía tres kilómetros
para llegar» —sé que todos lo odiamos en secreto.
Un kilómetro más tarde se encontraba el «hospital
del pueblo». De eso no tengo nada que decir, al menos no aún. Dos kilómetros después
nos llegamos a Mascota.
***
La estadía fue agradable. Aprendimos a intercambiar
ideas, puntos de vista, habilidades y noticias. Verás, ahí no importaba si tus padres
te habían comprado el celular más nuevo o si tu ropa era de marca; lo
importante era ver que tan bueno eras sobreviviendo en dichas condiciones.
Nos dimos cuenta de que nuestros padres, nos habían
vuelto inútiles. Me sorprendió ver a una pequeña niña descalza, amasando para
ayudarnos a hacer las tortillas y pudiéramos cenar. Abochornado, desde ese día
me juré que iba a ser más autosuficiente y empezaría a hacerme mi propio
almuerzo todos los días.
***
A casi una diarrea por las incontables manzanas
que engullimos y, habiendo hecho amistad con unos cuantos chicos de nuestras
edades, nos invitaron a su fogata.
Según la tradición, cada uno de los presentes,
tendría que compartir un secreto que nadie más supiera hasta ese momento. Una
vez confesado, arrojábamos una de las relucientes piedrecillas negras del suelo,
y sería el turno del siguiente.
—Aquel que no cumpla con la regla —nos dijo
uno de los jóvenes pobladores—: atraerá la desgracia consigo.
Mis compañeros y yo, nos volteamos a ver con discreción,
compartimos esa mirada y reímos por dentro. Al fin y al cabo, era frecuente que
en aquellos sitios creyeran toda clase de supersticiones. Sin embargo, lo que nadie
supo en ese momento fue que no conté mi propio secreto, sino el de alguien más.
***
Después del trágico despertar a la mañana
siguiente, entramos en calor con la caminata. Llegamos al único «hospital de la
región» o más bien, intentaba ser un centro de salud rural; no obstante, lo que
vimos no era muy diferente a un mercadillo.
Bien se sabe que algunas plantas son
medicinales, pero eso era muy distinto a que, ya una vez masticadas por la «sanadora»
te las pusieran así sobre el cuerpo y te rociaran incienso sobre el rostro. Nuestro
shock fue tan grande que nadie se atrevió a comentar algo. Era evidente que no contaban
con médicos ni enfermeras. Mucho menos podrían tratar verdaderas enfermedades,
por lo que el índice de mortalidad debía de ser muy alto.
Las personas «mayores» morían siendo aún jóvenes;
eran pocos los bebés que sobrevivían sin ser vacunados, y esa era la razón de
ver pocos niños. Fue un duro golpe de realidad. Nos quedamos en silencio
durante la breve visita.
***
Para regresar a la entrada, nos topamos con
una anciana. Llevaba un rebozo y falda color rosa, con el cabello recogido en una
blanca trenza. Avanzaba dando golpecitos con la punta de su reluciente bastón,
cuya empuñadura de obsidiana tenía forma de calavera.
Una vez que hubo pasado, con su peculiar bastón
me apuntó. Lo mantuvo en alto señalándome por largo tiempo; su mirada parecía
atravesarme. «Lo compartido esa noche no te pertenece —le escuché decir en mi mente—.
El fuego reclama tu buena fortuna a cambio».
Había mantenido una extraña conexión con ella
y gracias a ello, percibí ciertos esboces de su verdadera identidad. Perplejo, me
puse nervioso y preferí ignorarla.
***
Reunidos todos los equipos, decidimos
ponernos en marcha; nos quedaba todavía una larga marcha a la comunidad. Odiaba
caminar y parecía que ese día sería lo único que haríamos.
Quizás la primera vez que pasamos por ahí, no
les presté atención. Lo cierto era que había círculos de diferentes magnitudes sobre
el camino principal, formados de piedras de obsidiana natural. Estaban
colocadas a modo de un fractal de anillos.
Por mi culpa, nos fuimos quedando rezagados
conforme encontraba más de aquellos círculos; supuse que los demás integrantes de
mi equipo podían verlos.
Maira dispersó
descuidadamente algunas piedrecillas, deshaciendo una gran circunferencia, la cual
conectaba a otras sucesivamente. Enseguida el guía, al ver lo que había hecho
mi compañera, se puso pálido. «¡Murhan!» exclamó y escupió al mismo tiempo.
—¡Acomódalas de nuevo! —alcanzó a pronunciar,
tras una pausa—. Eso es importante. ¡No te lo volveré a pedir!
Era evidente que Maira se había metido con las
tradiciones del lugar; como el líder, decidí que cada integrante del equipo ayudaría
a devolverlas a su lugar.
Y en un santiamén, entre los cuatro habíamos
terminado. Desafortunadamente ya no volvió a quedar como estaba. Pensé que una
vez arreglado, estaríamos como si nada, pero me equivoqué. Nuestro guía nos
dejó de hablar, incluso podría decirse que huía de nosotros. Tuvimos que
regresar solos hasta el campamento, y al llegar, nos trataron como «apestados».
Si nos hubiera advertido antes sobre aquellos
círculos, jamás los habríamos tocado.
***
Nuestro exaltado amigo le había informado al
jefe de la comunidad sobre nuestro comportamiento. El acuerdo al que habían
llegado fue el de excluir al equipo D a los límites del poblado.
Eso significaba que tendríamos que cocinar,
trabajar y sobrevivir aparte; hasta que finalizara el campamento. Y por si
fuera poco, nos llevarían todas las maletas a medio hacer y nos tocaría alzar
los utensilios del desayuno, lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de redilas
blancas, situada cerca de los límites para que con ello, no tuviéramos que
poner un pie más en donde iniciaban los terrenos de Mascota.
Lo bueno era que el vehículo nos acercaría hasta
el puente colgante. Al menos, no nos cansaríamos de caminar los tres kilómetros
con todo ese mugrerío a espaldas. Ya estábamos disfrutando de la idea cuando el
maestro Mario nos avisó que, por la falta de espacio (y debido a nuestro seguro
de estudiante, el cual únicamente nos cubría siempre y cuando estuviéramos en
el autobús), el furgón solamente transportaría cosas, no personas.
***
Debido a la lluvia de la madrugada, el
maestro Mario los convenció de que nos prestaran la camioneta. El jefe accedió,
con la condición de dejarla cerca del hospital; ahí lo esperaría uno de ellos
para regresar el vehículo a los terrenos de Mascota.
La verdad era que su muy querida alumna Maira,
se había esguinzado un tobillo y no quería obligarla a caminar y, si la llevaba
sólo a ella de copiloto, darían de qué hablar en la próxima reunión estudiantil.
Vimos salir a los pobladores de sus palapas. «¡Murhan!»,
exclamaron y escupieron a la vez. Creo que ya lo había escuchado anteriormente.
Intenté recordarlo pero en lo que lo hacía, los observé quemar el espacio de
terreno que los marginados habíamos ocupado para acampar.
No dejé que se subiera adelante con el
profesor, me adelanté y aparté el lugar.
—Es el lugar del líder del equipo —le dije,
tratando de no parecer apenado.
—¡Cómo quieras! —fue su dura respuesta y se
montó atrás con los demás.
La mirada del profesor se posó en mí,
cuidando de no mostrar su irritación. Sacó el codo por la ventanilla y comenzó
a conducir. Los demás iban montados en la parte de atrás, todos apretados entre
las maletas pero contentos por volver a casa. Pasé de mirar a mi equipo por el
retrovisor y saqué la cabeza para decirles:
—¿Se imaginan si nos volteáramos?
—Cállate —me respondieron al unísono.
Recuerdo haberme reído y acto seguido, al
intentar sentarme en el asiento del copiloto, mi celular se me había salido del
bolsillo. En eso, ambos intentamos apoderarnos del mismo, su contenido era
importante.
***
Durante las violentas vueltas, creo que salí
volando e irónicamente fui el que recibió menos golpes. Observé impotente como
el vehículo no paraba de girar con mis compañeros adentro. Seguí su trayectoria
hasta el final.
Ni por el estruendoso ruido de la caída, los
pobladores se dignaron a aparecer; esperé por demasiado tiempo a que alguien viniera
a ayudarnos. Nada pasó. No sé cuánto tiempo permanecí ahí. «¿Qué podía hacer?»
pensaba una y otra vez. Me tomó un tiempo poder moverme.
***
Al ir por ayuda, metros más adelante noté en
el suelo rastros de sangre. Desesperado los seguí hasta donde me llevaran. Me
topé con el profesor quien había huido del sitio.
—¡Diego, los oigo dentro de mi cabeza!
—¿A quiénes, profesor?
—Tú mejor que nadie sabes a quiénes —me respondió
exaltado, con una sudadera a modo de turbante.
A pesar de odiarlo tanto, no podía dejarlo
como estaba; se lo debía a Maira. Lo dejé apoyarse en mí y lo acompañé hasta el
hospital. De ahí, tuve que reunir fuerzas para contar lo ocurrido a los que aún
nos esperaban impacientes en el puente.
***
—¿Acaso no es obvio? —levantó Maira la vista
al cielo—. ¡Queremos ir a casa!
Todos ellos asintieron. Me rasqué el antebrazo
en señal de estar procesando todo. La sorpresa de verlos de nuevo fue tan
grande que, me fue sumamente difícil permanecer imperturbable.
—Temo que eso ya no es posible —les dije con
todo el tacto del mundo.
—¿Piensas que nos deberíamos de quedar aquí a
esperar? —me respondieron enojados.
Acto seguido, cada uno se fue por caminos
distintos, excepto Carmen, quien no quería marcharse sola.
—No deberías de quedarte aquí, Carmen —alcancé
a balbucearle, evitando mirarla directamente. No podía verla a los ojos, ni al
pecho.
Me odié a mí mismo por no poder disculparme
con ellos; merecía lo peor que pudiera pasarme.
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