15 diciembre 2018

El camino de obsidiana II

—— MURHAN  ——
Parte II/III
«Enseguida el guía, al ver lo que había hecho mi compañera, se puso pálido».


Cada año, los maestros del instituto nos invitaban al campamento para valorar los beneficios adquiridos, al vivir como la clase media. Se realizaba una estancia corta en lugares remotos, donde no había servicios públicos básicos.
Cuando uno volvía de aquellas salidas, ya no era el mismo. Era una buena lección para apreciar y trabajar por lo que se tiene, sin perder de vista el entorno social en donde nos desarrollamos. Madurábamos, eso era todo.

***

Por equipos cruzamos, todo el puente se tambaleaba. Agradecí no temerle a las alturas como le sucedía a mi compañera Carmen. Aquella estructura estaba sostenida por finas cuerdas que se anudaban unas con otras y llegaban hasta el otro extremo. Cuando ya todos nos encontrábamos del otro lado, el maestro Mario vociferó:
—«Ni se relajen, nos faltan todavía tres kilómetros para llegar» —sé que todos lo odiamos en secreto.
Un kilómetro más tarde se encontraba el «hospital del pueblo». De eso no tengo nada que decir, al menos no aún. Dos kilómetros después nos llegamos a Mascota.

***

La estadía fue agradable. Aprendimos a intercambiar ideas, puntos de vista, habilidades y noticias. Verás, ahí no importaba si tus padres te habían comprado el celular más nuevo o si tu ropa era de marca; lo importante era ver que tan bueno eras sobreviviendo en dichas condiciones.
Nos dimos cuenta de que nuestros padres, nos habían vuelto inútiles. Me sorprendió ver a una pequeña niña descalza, amasando para ayudarnos a hacer las tortillas y pudiéramos cenar. Abochornado, desde ese día me juré que iba a ser más autosuficiente y empezaría a hacerme mi propio almuerzo todos los días.

***

A casi una diarrea por las incontables manzanas que engullimos y, habiendo hecho amistad con unos cuantos chicos de nuestras edades, nos invitaron a su fogata.
Según la tradición, cada uno de los presentes, tendría que compartir un secreto que nadie más supiera hasta ese momento. Una vez confesado, arrojábamos una de las relucientes piedrecillas negras del suelo, y sería el turno del siguiente.
—Aquel que no cumpla con la regla —nos dijo uno de los jóvenes pobladores—: atraerá la desgracia consigo.
Mis compañeros y yo, nos volteamos a ver con discreción, compartimos esa mirada y reímos por dentro. Al fin y al cabo, era frecuente que en aquellos sitios creyeran toda clase de supersticiones. Sin embargo, lo que nadie supo en ese momento fue que no conté mi propio secreto, sino el de alguien más.

***

Después del trágico despertar a la mañana siguiente, entramos en calor con la caminata. Llegamos al único «hospital de la región» o más bien, intentaba ser un centro de salud rural; no obstante, lo que vimos no era muy diferente a un mercadillo.
Bien se sabe que algunas plantas son medicinales, pero eso era muy distinto a que, ya una vez masticadas por la «sanadora» te las pusieran así sobre el cuerpo y te rociaran incienso sobre el rostro. Nuestro shock fue tan grande que nadie se atrevió a comentar algo. Era evidente que no contaban con médicos ni enfermeras. Mucho menos podrían tratar verdaderas enfermedades, por lo que el índice de mortalidad debía de ser muy alto.
Las personas «mayores» morían siendo aún jóvenes; eran pocos los bebés que sobrevivían sin ser vacunados, y esa era la razón de ver pocos niños. Fue un duro golpe de realidad. Nos quedamos en silencio durante la breve visita.

***

Para regresar a la entrada, nos topamos con una anciana. Llevaba un rebozo y falda color rosa, con el cabello recogido en una blanca trenza. Avanzaba dando golpecitos con la punta de su reluciente bastón, cuya empuñadura de obsidiana tenía forma de calavera.
Una vez que hubo pasado, con su peculiar bastón me apuntó. Lo mantuvo en alto señalándome por largo tiempo; su mirada parecía atravesarme. «Lo compartido esa noche no te pertenece —le escuché decir en mi mente—. El fuego reclama tu buena fortuna a cambio».
Había mantenido una extraña conexión con ella y gracias a ello, percibí ciertos esboces de su verdadera identidad. Perplejo, me puse nervioso y preferí ignorarla.

***

Reunidos todos los equipos, decidimos ponernos en marcha; nos quedaba todavía una larga marcha a la comunidad. Odiaba caminar y parecía que ese día sería lo único que haríamos.
Quizás la primera vez que pasamos por ahí, no les presté atención. Lo cierto era que había círculos de diferentes magnitudes sobre el camino principal, formados de piedras de obsidiana natural. Estaban colocadas a modo de un fractal de anillos.
Por mi culpa, nos fuimos quedando rezagados conforme encontraba más de aquellos círculos; supuse que los demás integrantes de mi equipo podían verlos.
 Maira dispersó descuidadamente algunas piedrecillas, deshaciendo una gran circunferencia, la cual conectaba a otras sucesivamente. Enseguida el guía, al ver lo que había hecho mi compañera, se puso pálido. «¡Murhan!» exclamó y escupió al mismo tiempo.
—¡Acomódalas de nuevo! —alcanzó a pronunciar, tras una pausa—. Eso es importante. ¡No te lo volveré a pedir!
Era evidente que Maira se había metido con las tradiciones del lugar; como el líder, decidí que cada integrante del equipo ayudaría a devolverlas a su lugar.
Y en un santiamén, entre los cuatro habíamos terminado. Desafortunadamente ya no volvió a quedar como estaba. Pensé que una vez arreglado, estaríamos como si nada, pero me equivoqué. Nuestro guía nos dejó de hablar, incluso podría decirse que huía de nosotros. Tuvimos que regresar solos hasta el campamento, y al llegar, nos trataron como «apestados».
Si nos hubiera advertido antes sobre aquellos círculos, jamás los habríamos tocado.

***

Nuestro exaltado amigo le había informado al jefe de la comunidad sobre nuestro comportamiento. El acuerdo al que habían llegado fue el de excluir al equipo D a los límites del poblado.
Eso significaba que tendríamos que cocinar, trabajar y sobrevivir aparte; hasta que finalizara el campamento. Y por si fuera poco, nos llevarían todas las maletas a medio hacer y nos tocaría alzar los utensilios del desayuno, lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de redilas blancas, situada cerca de los límites para que con ello, no tuviéramos que poner un pie más en donde iniciaban los terrenos de Mascota.
Lo bueno era que el vehículo nos acercaría hasta el puente colgante. Al menos, no nos cansaríamos de caminar los tres kilómetros con todo ese mugrerío a espaldas. Ya estábamos disfrutando de la idea cuando el maestro Mario nos avisó que, por la falta de espacio (y debido a nuestro seguro de estudiante, el cual únicamente nos cubría siempre y cuando estuviéramos en el autobús), el furgón solamente transportaría cosas, no personas.

***

Debido a la lluvia de la madrugada, el maestro Mario los convenció de que nos prestaran la camioneta. El jefe accedió, con la condición de dejarla cerca del hospital; ahí lo esperaría uno de ellos para regresar el vehículo a los terrenos de Mascota.
La verdad era que su muy querida alumna Maira, se había esguinzado un tobillo y no quería obligarla a caminar y, si la llevaba sólo a ella de copiloto, darían de qué hablar en la próxima reunión estudiantil.

Vimos salir a los pobladores de sus palapas. «¡Murhan!», exclamaron y escupieron a la vez. Creo que ya lo había escuchado anteriormente. Intenté recordarlo pero en lo que lo hacía, los observé quemar el espacio de terreno que los marginados habíamos ocupado para acampar.
No dejé que se subiera adelante con el profesor, me adelanté y aparté el lugar.
—Es el lugar del líder del equipo —le dije, tratando de no parecer apenado.
—¡Cómo quieras! —fue su dura respuesta y se montó atrás con los demás.
La mirada del profesor se posó en mí, cuidando de no mostrar su irritación. Sacó el codo por la ventanilla y comenzó a conducir. Los demás iban montados en la parte de atrás, todos apretados entre las maletas pero contentos por volver a casa. Pasé de mirar a mi equipo por el retrovisor y saqué la cabeza para decirles:
—¿Se imaginan si nos volteáramos?  
—Cállate —me respondieron al unísono.
Recuerdo haberme reído y acto seguido, al intentar sentarme en el asiento del copiloto, mi celular se me había salido del bolsillo. En eso, ambos intentamos apoderarnos del mismo, su contenido era importante.

 ***

Durante las violentas vueltas, creo que salí volando e irónicamente fui el que recibió menos golpes. Observé impotente como el vehículo no paraba de girar con mis compañeros adentro. Seguí su trayectoria hasta el final.
Ni por el estruendoso ruido de la caída, los pobladores se dignaron a aparecer; esperé por demasiado tiempo a que alguien viniera a ayudarnos. Nada pasó. No sé cuánto tiempo permanecí ahí. «¿Qué podía hacer?» pensaba una y otra vez. Me tomó un tiempo poder moverme.

***

Al ir por ayuda, metros más adelante noté en el suelo rastros de sangre. Desesperado los seguí hasta donde me llevaran. Me topé con el profesor quien había huido del sitio.
—¡Diego, los oigo dentro de mi cabeza!
—¿A quiénes, profesor?
—Tú mejor que nadie sabes a quiénes —me respondió exaltado, con una sudadera a modo de turbante.
A pesar de odiarlo tanto, no podía dejarlo como estaba; se lo debía a Maira. Lo dejé apoyarse en mí y lo acompañé hasta el hospital. De ahí, tuve que reunir fuerzas para contar lo ocurrido a los que aún nos esperaban impacientes en el puente.

***

—¿Acaso no es obvio? —levantó Maira la vista al cielo—. ¡Queremos ir a casa!
Todos ellos asintieron. Me rasqué el antebrazo en señal de estar procesando todo. La sorpresa de verlos de nuevo fue tan grande que, me fue sumamente difícil permanecer imperturbable.
—Temo que eso ya no es posible —les dije con todo el tacto del mundo.
—¿Piensas que nos deberíamos de quedar aquí a esperar? —me respondieron enojados.
Acto seguido, cada uno se fue por caminos distintos, excepto Carmen, quien no quería marcharse sola.
—No deberías de quedarte aquí, Carmen —alcancé a balbucearle, evitando mirarla directamente. No podía verla a los ojos, ni al pecho.
Me odié a mí mismo por no poder disculparme con ellos; merecía lo peor que pudiera pasarme.










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