«—¿Vas a poner en riesgo la seguridad de cinco de nosotros por una causa perdida? —le espetó el anciano, mirando a la niña».
Los
cristales de la tienda reflejaban la sonrisa forzada de la vendedora. Estaba en
sus treintas y sabía que los «clientes» habitualmente entraban para refrescarse
y sentarse en los sillones de exhibición, sin comprar nada.
Por
lo general, los fines de semana no eran días tranquilos. En la plaza del centro
comercial, se encontraba un anciano con sombrero de paja, sentado al borde de
la fuente. Una señora y su hija de 6 años se encaminaban hacia el restaurante
de comida rápida, sorteando a un grupo de jóvenes montados en sus patinetas. Mientras
que un hombre con barba de candado disimulaba estar al teléfono, sosteniendo distraídamente
su cigarrillo.
En
el restaurante, la pequeña se estaba llevando una papa a la boca cuando se
escuchó una violenta explosión, seguida de fuertes temblores. Los cristales cercanos
al lado noreste crujieron haciéndose añicos por la onda expansiva. Todo el
mundo se agazapó sobre el suelo. El silencio los ensordeció por segundos.
Inmensas columnas de fuego y denso humo cubrieron el cielo. Motas pequeñísimas
de destellos plateados inundaron el aire polvoso, precipitándose sobre ellos.
—¿Qué
sucedió? —se preguntaban unos a otros, intentando ponerse de pie.
—Una
fuga de gas, seguramente —indicó un muchacho.
—¡No,
qué va! ¡Eso, fue un ataque terrorista! —repuso con seguridad un hombre de
mediana edad.
—¡Qué
alguien llame al 911! —bramó una mujer al ver a los heridos cerca de la puerta
principal.
—¡Ay,
qué horror! —se lamentaron algunos.
—Todo
el mundo, guarde la calma —dijo un guardia de seguridad a la concurrencia.
Incluso
los chicos patinetos detuvieron sus acrobacias al percatarse del sonoro
estallido y la vibración de todo el complejo. Al parecer, todo el mundo
apuntaba hacia donde había estado en pie un edificio. Mediante el radio, se
comunicó con sus compañeros para reportar lo ocurrido.
En
eso, por el altavoz se escuchó: «Estimados clientes, favor de mantener la
calma. Por su seguridad les recomendamos guarecerse y evitar usar la entrada
noreste, gracias».
Ante
el anuncio, la muchedumbre se alejó de dicha entrada derrumbada. Varios
luchaban por apartar residuos de concreto sobre las personas. Otros esperaban
encontrar la noticia en sus teléfonos; sin embargo, aún no se sabía nada.
Entretanto,
algunos subieron a la planta alta para tratar de apreciar mejor el panorama. El polvo era levantado de nuevo y acarreado
por el viento, les entorpecía la vista. Un joven jardinero trepó al tejado colindante
con la calle.
—¡La
calle y los autos están desechos! —gritó, haciendo visera con la mano—. El paso
está lleno de pedazos de concreto, vidrios, tuberías y vigas del edificio de enfrente,
¿cómo se llamaba?
—El
Centro de Investigación de Tejido Regenerativo—mencionó una anciana con
andadera.
El
olor a carne quemada inundaba el lugar, pocos compradores resultaron visiblemente
heridos y esperaban saber qué había ocurrido.
—¡Los
sobrevivientes vienen hacia acá! —exclamó tosiendo el jardinero.
Las
personas de la plaza estaban deseosas de contactar con alguien del exterior.
Varios se ofrecieron a mover los escombros de la entrada noreste y facilitar
así el ingreso a los heridos, esperando la pronta llegada de los servicios paramédicos.
—Es
que… «cof, cof» hay demasiados heridos— informaba Mirlo, quien tosía sin
descanso.
—Sí,
sí... Atiende a los heridos… — vociferaba el guardia de seguridad a su radio.
Algunos
de los compradores tosían violentamente y se lo atribuían a la polvoreada
levantada por el derrumbe del edificio.
—¿Mirlo, me escuchas?, ¿Mirlo? —algo hacía
interferencia con el radio—. Joan, llama a los servicios de emergencia,
dirígelos a… —pero sólo se escuchaba la estática al otro lado de la línea. «¿Cómo es que nadie responde?», pensó
disgustado.
Todos,
descontentos por el susto sintieron que había pasado una eternidad a la espera
de noticias; las cuales por supuesto nunca llegaron. Se las arreglaron para
irse de aquel sitio, ignorando las indicaciones del guardia. Muy pocos se
quedaron en el punto de reunión, esperando a que se aclarara la situación. El
guardia no podía contener a toda esa gente dispuesta a marcharse y los dejó
irse.
—¿Qué
ocurre Marcos? —se acercó a preguntarle en voz baja la vendedora de muebles, a quien
conocía desde hace tiempo.
—Hemos
perdido comunicación con la parte suroeste—le dijo—. En fin, voy a verificar.
La
vendedora asintió y le proporcionó la mascada que llevaba en el cuello. El
guardia agradecido, se cubrió la nariz y boca.
—Ustedes aguarden aquí, —tosió varias veces;
los ojos, la garganta y las fosas nasales le picaban. «¡Este polvo es infernal!,
pensó»—. ¡Será mejor resguardarse bajo techo!
Obedeciendo
a su amigo, se llevó a los cuatro restantes: el anciano del sombrero de paja,
el hombre barbón del teléfono y la mujer con la niña de las papas fritas; quienes
al no tener un mejor plan, entraron a la tienda de muebles. Se quedaron dentro
de uno de los locales del primer piso, totalmente climatizado para su suerte y esperaron
a que regresara el guardia.
No
habían pasado ni diez minutos, cuando a lo lejos se escucharon gritos, seguidos
de una gran estampida. Todos se asomaron a las puertas de cristal, vieron pasar
a la gente ensangrentada, asustada y perseguida.
—¿Y
ahora qué pasa? —maldijo el viejo.
—Son
los que estaban con nosotros—advirtió la madre—. Reconozco a la anciana de la
andadera—dijo, viéndola a lo lejos sufrir un ataque de epilepsia y desplomarse.
El gentío pasaba encima de ella, sin importarles.
Entonces,
uno de los heridos, quien ya no podía correr más, los vio refugiados en la
mueblería. Sin parar de toser, escupía cierta sustancia con las características
de la plata líquida. Se aproximó hacia la entrada del local.
—¡Déjenme
entrar!, ¡déjenme entrar!
El
hombre barbón se apresuró a bloquear desde el interior, las puertas cristalinas.
—¿Qué
haces? —exclamó la vendedora—. ¡Dejémoslo entrar!
—Pon
el seguro de las puertas, ¡rápido!
—Pero
¿qué dices?, necesita ayuda.
—¡Mira
sus ojos!
Ella
los miró, y en seguida puso los seguros en ambas puertas. El hombre ya no tenía
ojos, en su lugar un fulgor plateado invadía sus cuencas y se extendía
quemándole los párpados, recorriéndole la piel.
En
eso, algo le dio un tirón por detrás y comenzaron a comérselo vivo,
desprendiéndole la piel seres que alguna vez fueron humanos. Los sobrevivientes
se quedaron estupefactos e inmóviles, con el rostro alterado por el terror.
Impotentes, observaron a la gente del exterior; quienes eran alcanzadas por aquellas
hordas caníbales.
Después
de los subsecuentes temblores debido al estallido; Mirlo se encontraba en la
entrada suroeste, donde el viento soplaba con mayor intensidad. Ahí vio emerger
siluetas tambaleantes.
Éstas
caminaban como si sus cuerpos no fueran suyos. En sus rostros ahora había huecos
profundos que desprendían un inquietante fulgor plateado. Su piel carcomida,
supuraba un líquido ácido viscoso y brillante como el mercurio.
Al
verlas ingresar, el ácido supurante derritió su uniforme y corroyó poco a poco la
funda de la pistolera. No se percató del cambio y continuó con la mente cada
vez más en blanco. Mirlo se desplazó junto con la manada metálica, derritiendo lo
que no era metal a su paso.
En
eso, alguien desde el otro extremo vociferaba como loco: «¡Ya vienen!» mientras
señalaba hacia atrás. En cuanto llegó a la zona suroeste, el jefe de guardia intervino
para tranquilizar el alboroto provocado por el hombre histérico.
—Todo
está bajo control —les dijo, inmovilizando al chiflado.
—¿Está
ciego, amigo? —se resistió, zafando un brazo y señalándole lo que se
aproximaba.
Vio
a dónde apuntaba. Involuntariamente lo dejó escapar, tragó saliva. Con la
mirada desorbitada, intentó despegar la vista del espeluznante ser que se parecía
a Mirlo, mas ya no lo era.
Sólo
permanecían en él sus instintos primitivos y el reflejo de escupir. Arrojaba ácido
plateado a sus presas para que no escaparan. Se alimentaba de ellas y al mismo
tiempo, la infección hacia lo suyo. Para su desgracia, el jefe de guardia lo
comprobó en carne propia; ni tiempo tuvo de desenfundar su arma.
Ante el súbito ataque perpetuado por ese vil y
repugnante ser. Los compradores presas de la confusión, se apresuraron a las
salidas de emergencia más cercanas. La gente corría, se tropezaba, empujaba y
tiraban a otros, con la intención de salir pronto de aquel sitio infestado.
Uno
de los patinetos, escondido entre las palmeras de una jardinera, vio la
oportunidad de robar las armas. Las cuales, hicieron un ruido seco al desprenderse
completamente de sus pistoleras y al caer al suelo, estaban ubicadas a unos
cuantos pasos de la repulsiva criatura.
Era
demasiado tentador dejar pasar aquella oportunidad; por lo tanto, decidió
deslizar su patineta a modo de distracción y corrió como nunca hubiera corrido
en toda su vida.
Las
tomó con asco del líquido metálico, dejando atrás partes de la radio, pequeñas
hebillas, insignias, coronas dentales, cadenas, anillos y armazones metálicos.
La
criatura se distrajo por el sonido de las ruedas al deslizarse y chocar contra
una pared, haciendo un sonoro sonido. Soltó el cadáver del guardia. A fin de cuentas
ya no estaba fresco, y continuó cazando en las cercanías.
El
chico había perdido su escondite y la patineta. Pasó entre los locales de
comida, entre las bancas y las tiendas abiertas. Contempló con desconsuelo que
la gente apelotonada en las salidas fue la primera en convertirse en esas cosas.
Estaban
totalmente rodeados, a menos de que pudiera acceder al techo… Subió la vista y
vislumbró a otras personas teniendo una acalorada discusión entre los que
ayudaban a la gente a subir y las que se negaban a hacerlo.
La
disputa fue abruptamente interrumpida al empezar a transformarse entre ellos.
Arriba, sin poder escapar, muchos preferían lanzarse antes que verse
convertidos y atacar a sus seres queridos.
El
ruido de los cuerpos al estrellarse contra el duro pavimento era insoportable y
cruel. El chico patineto bajó la vista, y en cuanto lo hizo, alcanzó a ver movimiento,
proveniente del local de muebles.
Al
encontrar las puertas de cristal cubiertas y con una barricada, se acercó a los
laterales y percibió ligeros murmullos humanos. Imploró por ayuda.
—¡Déjenme
entrar!
Dentro
del local se hizo un súbito silencio. Aunque dejaron de hablar, igualmente el
chico sabía que estaban dentro y comenzó a hacer demasiado ruido para que le
dejaran pasar.
Adentro
debatían si era buena idea dejarlo entrar o no. Lamentablemente el chico
patineto no tenía tiempo que perder y se movía de un lado a otro con
nerviosismo, agachándose, evitando ser visto por los seres de mercurio.
—¡Vete
chico, fuera! —dijo el anciano, utilizando su sombrero para ahuyentarlo—. Nos
atraerás problemas.
—¡Ábranme,
por favor! —les respondía, era insistente y golpeaba el vidrio cada vez con más
fuerza.
—¡Lo
devorarán! —chilló la niña en brazos de su madre.
—El
guardia claramente nos dijo que esperáramos y no dejáramos entrar a nadie —respondió
el anciano completamente rojo, intentando calmar su acceso de tos.
—¡Mentira!,
solamente dijo que nos guareciéramos bajo techo—respondió la madre agitada—. Si
no lo dejamos entrar, ¡lo estaríamos matando!
—¿Vas
a poner en riesgo la seguridad de cinco de nosotros por una causa perdida? —le
espetó el anciano, mirando a la niña.
El
patineto encontró una abertura mediana en la puerta izquierda y mostró una de
las armas contra el vidrio. Todos se quedaron momentáneamente en silencio y sin
moverse.
—¡Déjalo
entrar, te digo! —atronó la madre.
—Si
va a disparar, ¡que lo haga! —musitó el viejo con confianza—. No podrá dispararnos
a todos.
—¡No!
El ruido atraerá a lo que sea que esté afuera —repuso el hombre de barba.
A
lo lejos, un ser supurante de ácido vio al chico. El patineto ya podía oler el
vapor ácido desprendido a su vaivén. De pronto, la vendedora quitó el seguro de
una de las puertas, y abrió lo suficiente para que ingresara. Al hacerlo, sintió
la corriente fría del aire acondicionado en el rostro.
—Seré
cobarde, ¡mas no soy asesina! —sentenció, fijando la vista en el anciano. El
hombre barbón sorprendido por su tenacidad, le ayudó a cerrar de nuevo la
puerta e incrementar la barricada.
—G…
gra…cias…—tosió.
—¿Sabes
qué está sucediendo allá afuera? —preguntó el hombre.
—Ni
idea, todo el mundo se volvió raro.
—Eso
ya no es novedad —contestó, dejándolo levantarse.
El
anciano negó con la cabeza y se fue a recostar sobre una de las camas de
exhibición, lejos de ellos. A continuación, el hombre con barba le explicó: «Te
hemos dejado entrar porque nos mostraste la pistola…» y acto seguido, el chico se
la entregó sin rezongar.
—Buen
chico —dijo, quedándosela.
—Siento
que te la quitara —le dijo la vendedora.
—Lo
entiendo. De todos modos, él parece saber cómo usarla—respondió acariciando la
otra que portaba debajo de su chamarra.
El
tiempo pasó, el patineto trataba de sintonizar cualquier señal en la vieja radio
del almacén, sin conseguirlo. Entre tanto, la madre intentaba controlar el
pánico. No en vano, miró a su hija y trató de tranquilizarse.
La
vendedora miraba por las aberturas y se encontró con que, de una zapatería, brotaron
sonidos de cosas cayéndose y gritos desgarradores. Los pocos que alcanzaron a
salir mostraban severas mordidas en el cuerpo y desangrándose, se sostenían de
las paredes dejando un visible rastro de sangre.
El
ruido despertó al anciano, quien también se aproximó a la barricada para mirar
de cerca. Bocas sangrientas, vidrios incrustados, sangre coagulada y cachos de
piel arrancada por doquier, acompañada de supuraciones plateadas, fue lo que
vieron.
—Silencio
y que no los vean —les susurró el hombre.
Sabían
que el local no podría resistir una embestida humana. Instintivamente se
alejaron de las aberturas y se colocaron detrás de los carteles y anuncios, con
los cuales habían cubierto el frente de cristal. Tuvieron que ser fuertes para no
abrir sin importar las súplicas del exterior.
Horas
después, cada uno estaba abstraído en sus propios pensamientos, intentando
explicar lo ocurrido. Y en lo que unos hacían guardias, otros trataban de descansar.
En
eso, el chico patineto poco a poco comenzó a sufrir cambios. Su ropa se hizo
jirones, dejando caer la otra arma que escondía. El piercing de la lengua se le
resbaló, los anillos se le zafaron de sus dedos. La mayoría de sus tejidos
blandos se descompusieron, sus ojos fueron reemplazados por plata líquida. Una
extraña y desconcertante hambre de piel lo envolvía.
—¿Hueles
eso? —preguntó la vendedora olisqueando el aire.
—Carne
quemada… —respondió alarmado el hombre.
Acababa
de terminar de pronunciarlo cuando el grito ahogado del anciano recorrió el
local, acompañado de la histeria de la madre y de los llantos de la niña.
Ambos
se apresuraron a ver lo que ocurría y se toparon con una escena terrible. La
cara del viejo estaba completamente desecha, quemada por el ácido y la piel de
sus muslos, espalda y pecho era arrancada por los dientes del chico desnudo,
quien derramaba líquido metálico con cada movimiento.
El
patineto interrumpido en su banquete, giró con intención de hacerse con otra
presa, emitiendo un chirrido metálico. Por su parte, el hombre barbón le disparó
en la sien sin siquiera pestañar. La criatura dejó caer el cuerpo destrozado del
anciano, salpicando ácido a los alrededores.
En
lo que los demás discutían sobre la posible explicación de su transformación, la
vendedora encontró sus pertenencias no muy lejos del lugar donde yacían los
cuerpos. Se hizo con el arma cubierta de una sustancia viscosa y plateada.
—¿Qué
piensan de esto? — dijo, señalándoles lo que había encontrado.
—¿Será
un ataque por armas químicas? —se preguntó el hombre en voz alta.
—Tal
vez, ¿un episodio psicótico? —propuso la madre.
—No,
tú lo has visto. Definitivamente eso ya no era humano—repuso el hombre.
—¿Cómo
se infectó si no tenía heridas? —detalló la madre examinando de lejos el cuerpo
del patineto y conteniendo las náuseas.
—Tampoco
lo tocaron los otros, ya que lo metimos antes—convino la vendedora.
De
pronto, el anciano que creían muerto volvió a la vida; mas no a la que conocía.
Se precipitó hacia la espalda del hombre. Así pues, la vendedora tomó el arma con
las manos temblorosas, y disparó.
El
primer disparo fue en el pecho del lado derecho; el segundo disparo fue
certero, en la frente. Y propulsó al anciano hacia atrás, chocando contra una mesa
de centro, derribando y derritiendo cuadros y jarrones.
Sólo
quedaba una respuesta viable, cuya idea horrorizaba a todos: «El chico ya
estaba infectado cuando entró», sugirió el hombre. Con esto nadie discutía que
fuera un contagio, provocado por una fatídica infección viral; propagada en
tiempo récord.
—Eso…
quiere decir que nosotros… estuvimos en contacto con él… —comenzó a decir la
vendedora.
—¿De
qué hablas? —se defendió la madre—. ¡Ni mi hija ni yo estamos infectadas!
—No
tardará en pasar algo—dijo el hombre barbón, señalando las ventanas salpicadas
de ácido—. Este refugio va a caer y no pienso quedarme aquí.
Al
terminar de decir eso, un leve apagón recorrió la plaza comercial. La planta de
energía se encendió, volviendo la luz.
—¡Mami!
—sollozó la pequeña.
—Tranquila,
mi vida— la reconfortó, abrazándola.
En
lo que llevaban ahí atrapados, nunca escucharon las sirenas de patrullas o
ambulancias acercarse. Estaban solos y de ellos dependía su sobrevivencia.
—Mami,
tengo hambre.
Eso
los hizo decidirse definitivamente por dejar la mueblería. Y salieron en busca
de alimento y refugio, al menos uno que no tuviera paredes de vidrio.
Al
frente iba el hombre con barba de candado, en medio la madre con su hija en
brazos y detrás, la vendedora apuntando con nerviosismo a todo cuanto se
moviera.
Sin
hacer ruido, recorrieron los locales de comida en busca de sobras. Lo que
encontraron fueron las máquinas prendidas, abandonadas y con fuego en algunas
de ellas. Se hicieron de provisiones; pero justo en el momento en que se disponían
a avanzar, se toparon con ellos.
—¡Bajo
la barra! —murmuró el hombre.
Todos
obedecieron, vieron pasar las sombras de los seres de mercurio, acarreando
trozos de piel. Guiados por una fuerza invisible, se reagrupaban cada cierto
tiempo.
—Cuando
el grupo disminuya, buscaremos un abertura para hacernos paso—susurró a la
madre y ésta le susurró a la vendedora.
Se
prepararon y esperaron la señal.
—¡Ahora!
—exclamó el hombre, disparando contra el grupo de metal, intentando alcanzar la
vía de escape más cercana.
Un
aullido reprimido, proveniente de la niña les hizo mirar detrás. Viéndose
arrinconados, retrocedieron hasta la jardinera. No obstante, el hombre barbón
estaba dispuesto a salir de ahí y disparó a todo el que le negara el paso,
despejando el camino por instantes.
Era
imposible salir, de las entradas ingresaban cuantiosas abominaciones, cuya
progenie aumentaba exponencialmente. Tampoco era viable tratar de escalar sobre
los techos, ya que los recién convertidos estaban por todos lados.
—¡Retirémonos
mientras podamos! —masculló.
—¡Lo
lograremos! —respondió la vendedora, intentando acabar con los que
peligrosamente se les aproximaban.
Al
principio resistieron, pero luego la manada dejó avanzar a sus líderes. Eran un
hombre y una mujer calvos, con la misma piel supurante. A diferencia del resto,
ambos estaban dotados de inteligencia, se notaba en su semblante. La compañía
al ver a las abominaciones, corrieron dispersándose sin rumbo, dejando sola a
la vendedora.
Era
increíble, las balas temían fusionarse con esos cadáveres andantes. Se
limitaban a atravesar limpiamente la carne putrefacta, pudiéndose ver el
orificio de salida. Un componente líquido y plateado goteaba desde la herida, sanándola.
Cada
vez los tenía más y más cerca. Presa del pánico en lugar de correr, continuó descargando
sin sentido, las balas que le quedaban. Uno de estos lúgubres seres, girando la
cabeza, con el sonido metálico de su voz, le preguntó: «¿Has terminado?»
El
estómago de la chica se encogió. Su corazón palpitaba demasiadas veces en poco
tiempo, comenzó a sudar frio.
—Oh
Dervi…, ¡déjala en paz! ¿No ves que trata de detener la masacre con más
masacre? —convino su compañera, desplegando una sonrisa maligna y mercuriana. Se
intercambiaron fulgores plateados y avanzaron en otra dirección.
Ella
dudó, miró el caos por todos lados. Aun así, pudo notar que esos seres le
ofrecían cierta protección frente a otros atacantes. Y se encontró siguiéndoles
los bamboleantes pasos.
***
La
chica se revolvió en su sitio, nerviosa con el arma sobre sus rodillas, todavía
apuntándoles inútilmente.
Allí
el que se hacía llamar Dr. Dervi, le explicó que habían sido ellos los primeros
científicos en exponerse al virus Hg-5cB en el Centro de Investigación de Tejido
Regenerativo; con la esperanza de poder tratar el cáncer de piel en sus etapas finales.
—Obviamente
se salió de control, porque la cepa viral mutó —se limitó a decir, como si
estuviera en un congreso médico y, su error lo comparase con el de haber echado
sal en lugar de azúcar a su café.
—¿Por
qué me dice esto? —preguntó—. ¿Es que nadie puede detener el avance del virus?
—El
cambio nunca se detiene —respondió la mujer metálica—, ¡y hay que aceptarlo!
—¡Me
niego a creer que no exista alguna cura!
—No
existirá —le contestó—. Porque «esto» es el resultado de la transición humana.
—¿Qué
quieren decir? —preguntó, y presa de un acceso de tos añadió: «Si todavía
existen muchas personas, quienes no hemos sido infectadas».
—Eventualmente
todos se infectarán, ya que el virus se transmite mediante el aire—dijo—; aire
que ya has respirado.
La
estupefacción inundó su rostro, las criaturas de plata líquida sonrieron
socarronamente.
—Al
parecer, eres uno de los pocos humanos que poseen cierta inmunidad contra el
virus actual. Pero las próximas cepas virales, ahora mismo están siendo
sintetizadas por los recién convertidos y te aseguro, serán letales.
Ella
notó un sudor frío y viscoso. Cuantiosas gotas, cuyo aspecto era plateado, recorrían
su rostro.
FIN
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