21 octubre 2018

Cementerio de árboles

«—¿Qué haces? —se escuchó demasiado cerca de mí—. ¡No perturbes a las voces!».

Estaba varada en la autopista. Llegar tarde era tan insoportable como el tráfico sobre el horizonte. Por si fuera poco, escuchas en la radio que una huelga estalló cerca del lugar donde tendrías tu entrevista.
Con impaciencia observas el reloj y descubres que ni en helicóptero llegarías a tu cita programada. Derrotada, le pago al taxista y me bajo. Era mejor ir a pie a nuestros respectivos destinos a permanecer otras dos horas así.
        Dejando atrás a los curiosos, caminamos con el sol a nuestros hombros. Las motocicletas trataban de colarse por los estrechos espacios, esquivando los autos y camiones aparcados.

***

Bajamos de la autopista por el retorno. La ciudad estaba estática, sin ruido ni autos. Parecía estar deshabitada. Pronto, cada uno siguió con su camino. Todavía me faltaban varios kilómetros para poder llegar a casa, cuando la bruma cayó sobre nosotros. Poco a poco, la gente fue desapareciendo.
Pasé por un parque, parecía abandonado. La humedad en el ambiente incrementó. Las rejas imponentes, se mantuvieron al margen del caos.
Sentí la forma de los adoquines que pisaba. Éstos dieron lugar a la tierra crujiente bajo mis pasos. Extendí las manos, tentando el aire y vacilando a cada par de zancadas. Tropecé con una banca, haciendo que lanzara una serie de improperios.

***

El sonido ensordecedor del silencio me desagradaba. No había viento, los pájaros dejaron de piar. Se sentía como si la naturaleza, por un descuido me hubiera olvidado. Llegó un punto en que la bruma se hizo espesa. Perdí de vista la salida y todo lo que estuviera más allá de tres pasos de distancia. Revisé mi teléfono, mas no tenía señal.
Temí ser tragada por la bruma y decidí abandonar el lugar. Mientras caminaba, parecía haberme quedado completamente ciega. Todo a mi alrededor se había tornado gris humo. En eso, aterricé de bruces frente a un gran árbol.
En la parte inferior estaba circundado por un montoncito de piedras apiladas y grises como aquellos troncos rugosos. No recordaba haber visto alguna vez esa clase de árbol.
No sabía muy bien por dónde venía y a dónde iba, patee con furia una de las piedras que conformaban la pila antes mencionada. El montón de piedras pareció quejarse.
—¿Qué haces? —se escuchó demasiado cerca de mí—. ¡No perturbes a las voces!
Al incorporarme, tratando de percibir la dirección de la voz, a lo lejos se formó una silueta de un hombre jorobado por la edad, y en la cabeza, portaba un sombrero de ala ancha.
—Disculpe…, usted sabe ¿por dónde está la salida?
La silueta del hombre se esfumó con mis palabras.

***

Encontrándome otra vez sola, pretendí volver sobre mis pasos. Me fui internalizando más entre la arboleada. De nuevo, me cansé de tanto caminar y me sostuve de una rama baja, alcanzándola a trozar.
Un conjunto de gemidos provenientes de arriba me sorprendieron. Las copas secas de los árboles se agitaron con rabia. De las ramas principales, se formaron una serie de rostros, y me observaban.
Las caras eran de un gris apagado, quienes pestañearon e hicieron muecas, entonando innumerables lamentos. Parecían ser muy viejos y ahora eran uno con el árbol.
Ante aquella manifestación, con torpeza retrocedí; y al hacerlo, tiré otro montón de piedras. Pasmada miré a mi alrededor, me encontraba dentro de una arboleda.
—¿Qué te hemos hecho para que atormentes nuestro descanso? —gimieron las voces del primer árbol. Los rostros a continuación lanzaron horribles quejidos, seguidos de largas lamentaciones; formando una terrible resonancia. El murmullo del viento, al agitar la hojarasca pidió orden.

***

Me quedé atónita, las piernas no me ayudaban a levantarme. Pude sentir el dolor de las piedras, al colocar las rodillas sobre la tierra lodosa. Miré a los alrededores. Los rostros recorrían las puntas de las ramas superiores al igual que babosas aferradas, apretujándose hasta la parte central del tronco. Noté los pliegues de lo que antes fuera piel, ahora se habían convertido en corteza leñosa.
—¡Acércate! —me ordenaron en coro, todos en una sola y potente voz. Mas no fue una invitación sino un aviso. Ante mi renuencia, las largas y profundas raíces resurgieron provocando un ligero temblor, evitando con ello mi anticipado escape. Formaron una red, desenterrando en cadena sus raíces, desmoronando las estructuras de roca, me fueron guiando hasta el centro del todo.
—¡Suéltenme! ¡Déjenme! —vociferaba, quitándome de encima aquellos tentáculos de madera ceniza.
—¡Silencio! —se quejó, el que parecía ser el árbol más viejo—. Si has venido hasta acá, sabes lo que sucederá…
—Me he topado con este sitio por equivocación—me disculpé inclinando la cabeza—. ¡Debo irme! —les imploré.
—La decisión ya ha sido tomada—dijo, y los murmullos de aprobación sacudieron la hojarasca grisácea.
—¡No hay vuelta atrás! —explicó el gran tronco compuesto de cientos de caras parlantes—. No importa a dónde quieras ir o de dónde viniste, porque ya estás aquí.

***

—Tienen razón—les dije forzando la voz, haciéndola parecer segura—. He venido para unir el inicio con el final.
—Eso no tiene sentido—murmuraron—: ¿De qué nos serviría?
—Para favorecer la extensión del espacio que dominan…—expresé, subrayando la última palabra y, trepando por entre los rostros llegué hasta la punta más alta del antiguo. Desde ahí observé la ruta de escape. Había inventado una excusa con la cual, me ayudaría a escapar del laberinto.
—¿Lo ven? Su espiral está mal centrada, aquel árbol del fondo es mucho mayor—mentí—. Es el más grande que alguna vez hubiera existido.
—No lo creo—discutió el viejo árbol—. Solo lo parece porque está lejos. ¡Te mostraré que no hay nadie que se atreva a sobrepasarme!

***

Acto seguido, la espiral se contrajo girando en contra de las manecillas del reloj; esto me permitió calcular mejor el trayecto a recorrer.
—¿Lo ves? Ni siquiera es más grande que aquellos de en medio—repuso—; la distancia te ha engañado.
—Y yo—dije, mientras me columpiaba de una copa a otra—. ¡Los he engañado a todos ustedes! —exclamé, saltando desde las ramas en busca de la libertad. Por donde pasaba, las caras se estiraban con la intención de atraparme con los dientes. Se escucharon los sonidos secos de varias mandíbulas cerrarse, fallando en sus cuantiosos intentos por recuperar su nueva adquisición a la colección.
Esquivando los mordiscos, por poco uno de ellos me hizo caer. Regresé, tomé impulso y faltando sólo uno de ellos por esquivar, me abalancé sobre ese. Lo que no calculé bien fue que el último árbol comparado con los demás, era demasiado pequeño. Por ende, estaba situado hasta el final.
Dicho esto, la pequeña copa no amortiguó del todo mi caída. Traté de agarrarme a lo que pudiera. Las ramas grises me golpeaban sin descanso. Los contados rostros deformados, me esperaban en los límites superiores del tronco, preparados para atacar en cuanto me atreviera a bajar.
Cegada debido a los latigazos vegetales, mantuve las piernas enroscadas entorno al tronco rugoso, evitando bajarlas. Pronto la espiral comenzó a girar internalizándome de nuevo, hacia el árbol líder.

***

Mordí con fuerza una de las tiernas ramas, partiéndola. El pequeño árbol me propinó un poderoso latigazo, deshaciéndose de mí al momento. Salí desprendida por los aires, cayendo del otro lado de la cerca.
Maltrecha, con tierra en los labios; me encontré tendida sobre los adoquines del parque. Me levanté y recobrándome un poco, escuché el sonido del tráfico y el trinar de los pájaros. Miré a la gente paseando por ahí, riendo como si nada hubiera ocurrido. No había ni rastro de la bruma. Sólo la memoria de aquel extraño encuentro.
Hasta que de nuevo volví a quedar sorda y sola. La bruma hizo su aparición. Perdí de vista la entrada y todo a mi alrededor se había tornado gris humo.
—¡Otra vez no! —imploré, viendo en la parte inferior de un árbol, un montoncito de piedras apiladas a su alrededor, tan grises como aquellos troncos rugosos…


EPÍLOGO

Un olor nauseabundo proliferaba en el ambiente. Restos humanos, esqueletos y demás sobresalían de las rocas apiladas, entremezclándose con las raíces. Montoncitos de piedras grises marcaban el lugar en donde las peculiares quimeras proliferaban.
El cementerio de árboles delimitaba el abismo de la locura. Ella jamás pudo explicar cómo entre más se acercaba al centro de la espiral, iba perdiendo la razón.

—Mamá, ¿por qué esa niña grande grita y se avienta desde los árboles?
—¡No la veas! —le respondió la madre asustada, llevándoselo lejos.
—¡Déjenme! —clamaba—. ¡Ya los vencí una vez y lo volveré a hacer! —gimoteaba a la nada.
Los paseantes se alejaron de su lado. La señora tomó a su hijo y cada uno continuó con su camino, sintiéndose incómodos por la escena.
—Pobre chica—murmuraban unas señoras, quienes momentos antes, estaban dando de comer a los patos. Los acomedidos habían llamado con urgencia al hospital, reportando un posible brote psicótico.
—Es la tercera, en lo que va de la semana—dijo un paramédico—. ¿Qué tendrá este lugar? —le preguntó a su compañero, quien a modo de respuesta, se encogió de hombros.
—¡La espiral se expande! —desvariaba la chica, mientras la ingresaban amarrada a la camilla. —¡Ayuda! —se escuchó, y la ambulancia se puso en marcha.




FIN

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