«—¿Qué haces? —se escuchó demasiado cerca de mí—. ¡No perturbes a las voces!».
Estaba varada en la autopista. Llegar tarde era tan insoportable como el tráfico sobre el horizonte. Por si fuera poco, escuchas en la radio que una huelga estalló cerca del lugar donde tendrías tu entrevista.
Con
impaciencia observas el reloj y descubres que ni en helicóptero llegarías a tu
cita programada. Derrotada, le pago al taxista y me bajo. Era mejor ir a pie a nuestros
respectivos destinos a permanecer otras dos horas así.
Dejando atrás a los curiosos, caminamos con
el sol a nuestros hombros. Las motocicletas trataban de colarse por los estrechos
espacios, esquivando los autos y camiones aparcados.
***
Bajamos
de la autopista por el retorno. La ciudad estaba estática, sin ruido ni autos.
Parecía estar deshabitada. Pronto, cada uno siguió con su camino. Todavía me faltaban
varios kilómetros para poder llegar a casa, cuando la bruma cayó sobre nosotros.
Poco a poco, la gente fue desapareciendo.
Pasé
por un parque, parecía abandonado. La humedad en el ambiente incrementó. Las
rejas imponentes, se mantuvieron al margen del caos.
Sentí
la forma de los adoquines que pisaba. Éstos dieron lugar a la tierra crujiente
bajo mis pasos. Extendí las manos, tentando el aire y vacilando a cada par de
zancadas. Tropecé con una banca, haciendo que lanzara una serie de improperios.
***
El
sonido ensordecedor del silencio me desagradaba. No había viento, los pájaros
dejaron de piar. Se sentía como si la naturaleza, por un descuido me hubiera
olvidado. Llegó un punto en que la bruma se hizo espesa. Perdí de vista la
salida y todo lo que estuviera más allá de tres pasos de distancia. Revisé mi teléfono,
mas no tenía señal.
Temí
ser tragada por la bruma y decidí abandonar el lugar. Mientras caminaba, parecía
haberme quedado completamente ciega. Todo a mi alrededor se había tornado gris
humo. En eso, aterricé de bruces frente a un gran árbol.
En
la parte inferior estaba circundado por un montoncito de piedras apiladas y
grises como aquellos troncos rugosos. No recordaba haber visto alguna vez esa
clase de árbol.
No
sabía muy bien por dónde venía y a dónde iba, patee con furia una de las
piedras que conformaban la pila antes mencionada. El montón de piedras pareció
quejarse.
—¿Qué
haces? —se escuchó demasiado cerca de mí—. ¡No perturbes a las voces!
Al
incorporarme, tratando de percibir la dirección de la voz, a lo lejos se formó
una silueta de un hombre jorobado por la edad, y en la cabeza, portaba un sombrero
de ala ancha.
—Disculpe…,
usted sabe ¿por dónde está la salida?
La
silueta del hombre se esfumó con mis palabras.
***
Encontrándome
otra vez sola, pretendí volver sobre mis pasos. Me fui internalizando más entre
la arboleada. De nuevo, me cansé de tanto caminar y me sostuve de una rama baja,
alcanzándola a trozar.
Un
conjunto de gemidos provenientes de arriba me sorprendieron. Las copas secas de
los árboles se agitaron con rabia. De las ramas principales, se formaron una
serie de rostros, y me observaban.
Las
caras eran de un gris apagado, quienes pestañearon e hicieron muecas, entonando
innumerables lamentos. Parecían ser muy viejos y ahora eran uno con el árbol.
Ante
aquella manifestación, con torpeza retrocedí; y al hacerlo, tiré otro montón de
piedras. Pasmada miré a mi alrededor, me encontraba dentro de una arboleda.
—¿Qué
te hemos hecho para que atormentes nuestro descanso? —gimieron las voces del
primer árbol. Los rostros a continuación lanzaron horribles quejidos, seguidos
de largas lamentaciones; formando una terrible resonancia. El murmullo del
viento, al agitar la hojarasca pidió orden.
***
Me
quedé atónita, las piernas no me ayudaban a levantarme. Pude sentir el dolor de
las piedras, al colocar las rodillas sobre la tierra lodosa. Miré a los
alrededores. Los rostros recorrían las puntas de las ramas superiores al igual
que babosas aferradas, apretujándose hasta la parte central del tronco. Noté los
pliegues de lo que antes fuera piel, ahora se habían convertido en corteza
leñosa.
—¡Acércate!
—me ordenaron en coro, todos en una sola y potente voz. Mas no fue una
invitación sino un aviso. Ante mi renuencia, las largas y profundas raíces resurgieron
provocando un ligero temblor, evitando con ello mi anticipado escape. Formaron
una red, desenterrando en cadena sus raíces, desmoronando las estructuras de
roca, me fueron guiando hasta el centro del todo.
—¡Suéltenme!
¡Déjenme! —vociferaba, quitándome de encima aquellos tentáculos de madera ceniza.
—¡Silencio!
—se quejó, el que parecía ser el árbol más viejo—. Si has venido hasta acá, sabes
lo que sucederá…
—Me
he topado con este sitio por equivocación—me disculpé inclinando la cabeza—. ¡Debo
irme! —les imploré.
—La
decisión ya ha sido tomada—dijo, y los murmullos de aprobación sacudieron la
hojarasca grisácea.
—¡No
hay vuelta atrás! —explicó el gran tronco compuesto de cientos de caras
parlantes—. No importa a dónde quieras ir o de dónde viniste, porque ya estás
aquí.
***
—Tienen
razón—les dije forzando la voz, haciéndola parecer segura—. He venido para unir
el inicio con el final.
—Eso
no tiene sentido—murmuraron—: ¿De qué nos serviría?
—Para
favorecer la extensión del espacio que dominan…—expresé, subrayando la última
palabra y, trepando por entre los rostros llegué hasta la punta más alta del antiguo.
Desde ahí observé la ruta de escape. Había inventado una excusa con la cual, me
ayudaría a escapar del laberinto.
—¿Lo
ven? Su espiral está mal centrada, aquel árbol del fondo es mucho mayor—mentí—.
Es el más grande que alguna vez hubiera existido.
—No lo
creo—discutió el viejo árbol—. Solo lo parece porque está lejos. ¡Te mostraré
que no hay nadie que se atreva a sobrepasarme!
***
Acto
seguido, la espiral se contrajo girando en contra de las manecillas del reloj;
esto me permitió calcular mejor el trayecto a recorrer.
—¿Lo
ves? Ni siquiera es más grande que aquellos de en medio—repuso—; la distancia
te ha engañado.
—Y
yo—dije, mientras me columpiaba de una copa a otra—. ¡Los he engañado a todos
ustedes! —exclamé, saltando desde las ramas en busca de la libertad. Por donde
pasaba, las caras se estiraban con la intención de atraparme con los dientes. Se
escucharon los sonidos secos de varias mandíbulas cerrarse, fallando en sus
cuantiosos intentos por recuperar su nueva adquisición a la colección.
Esquivando
los mordiscos, por poco uno de ellos me hizo caer. Regresé, tomé impulso y
faltando sólo uno de ellos por esquivar, me abalancé sobre ese. Lo que no calculé
bien fue que el último árbol comparado con los demás, era demasiado pequeño. Por
ende, estaba situado hasta el final.
Dicho
esto, la pequeña copa no amortiguó del todo mi caída. Traté de agarrarme a lo
que pudiera. Las ramas grises me golpeaban sin descanso. Los contados rostros deformados,
me esperaban en los límites superiores del tronco, preparados para atacar en
cuanto me atreviera a bajar.
Cegada
debido a los latigazos vegetales, mantuve las piernas enroscadas entorno al tronco
rugoso, evitando bajarlas. Pronto la espiral comenzó a girar internalizándome de
nuevo, hacia el árbol líder.
***
Mordí
con fuerza una de las tiernas ramas, partiéndola. El pequeño árbol me propinó
un poderoso latigazo, deshaciéndose de mí al momento. Salí desprendida por los
aires, cayendo del otro lado de la cerca.
Maltrecha,
con tierra en los labios; me encontré tendida sobre los adoquines del parque. Me
levanté y recobrándome un poco, escuché el sonido del tráfico y el trinar de
los pájaros. Miré a la gente paseando por ahí, riendo como si nada hubiera
ocurrido. No había ni rastro de la bruma. Sólo la memoria de aquel extraño
encuentro.
Hasta
que de nuevo volví a quedar sorda y sola. La bruma hizo su aparición. Perdí de
vista la entrada y todo a mi alrededor se había tornado gris humo.
—¡Otra
vez no! —imploré, viendo en la parte inferior de un árbol, un montoncito de
piedras apiladas a su alrededor, tan grises como aquellos troncos rugosos…
EPÍLOGO
Un
olor nauseabundo proliferaba en el ambiente. Restos humanos, esqueletos y demás
sobresalían de las rocas apiladas, entremezclándose con las raíces. Montoncitos
de piedras grises marcaban el lugar en donde las peculiares quimeras
proliferaban.
El
cementerio de árboles delimitaba el abismo de la locura. Ella jamás pudo
explicar cómo entre más se acercaba al centro de la espiral, iba perdiendo la
razón.
—Mamá,
¿por qué esa niña grande grita y se avienta desde los árboles?
—¡No
la veas! —le respondió la madre asustada, llevándoselo lejos.
—¡Déjenme!
—clamaba—. ¡Ya los vencí una vez y lo volveré a hacer! —gimoteaba a la nada.
Los
paseantes se alejaron de su lado. La señora tomó a su hijo y cada uno continuó
con su camino, sintiéndose incómodos por la escena.
—Pobre
chica—murmuraban unas señoras, quienes momentos antes, estaban dando de comer a
los patos. Los acomedidos habían llamado con urgencia al hospital, reportando
un posible brote psicótico.
—Es
la tercera, en lo que va de la semana—dijo un paramédico—. ¿Qué tendrá este
lugar? —le preguntó a su compañero, quien a modo de respuesta, se encogió de hombros.
—¡La
espiral se expande! —desvariaba la chica, mientras la ingresaban amarrada a la
camilla. —¡Ayuda! —se escuchó, y la ambulancia se puso en marcha.
FIN
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