«Ahí, la Miko recobró el aliento y le preguntó con severidad: ¿La has visto?».La caja lacada yacía en sus manos. Según había dicho el abogado: «Antes de morir, su tía abuela había especificado que ella, debía de ser la nueva portadora del espléndido joyero».
Maki-e recibió esa caja negra, acompañada del certificado de autenticidad.
Este último, aseguraba haber sido elaborada
durante el periodo Edo. Por lo que su única herencia no fue cualquier caja; era una auténtica reliquia. De exquisita elegancia, en la tapa frontal tenía un diseño de hortensias, adornadas con un brillante
lacado.
«Es hermosa», pensó. Al recibirla, examinó cada
detalle. La sopesó, estaba segura de que no había nada en su interior. Aun así
no se desanimó; al girarla, creyó haber escuchado un leve «tilín, tilín».
Encontró adentro una
pequeña nota. La desdobló y leyó: «Kurozuka», escrito con la hermosa
letra cursiva de la anciana. Eso era todo. Volvió a releer el renglón y todo lo
que pudo descifrar fue que había sido escrito con apuro y ni siquiera
mencionaba su nombre. Incluso volteó el papel para asegurarse de no haberse perdido
de algo más. Por supuesto no encontró nada.
—Excéntrica anciana —murmuró, mientras dejaba el papel sobre
su regazo.
De súbito, el wadokei marcó la
hora del Gallo (las seis de la tarde). La sorpresa la hizo zarandear la caja y de golpe se cerró, escuchándose de nuevo el
ligero tintineo.
Dejó escapar una risa nerviosa. Sintiéndose tonta
consigo misma, se puso de pie. Corrió las cortinas; en efecto, desde la ventana observó
el ocaso, los cuervos graznaban
en el fondo.
Abrió de nuevo la caja. Extendió
los espejos desmontables, empotrados al espejo rectangular principal. Otro cubría
el cilindro giratorio, además del cepillo metálico. «¡También
es una caja de música!», pensó. Pasó la mano por debajo y notó que sobresalía
una diminuta manivela metálica. Decidió darle cuerda, pero no se escuchó ninguna
melodía. Era una lástima, de seguro debió de haber sido tan
hermosa como…
—¿Y la bailarina? —susurró.
El único lugar en donde
todavía no había buscado era debajo del espejo, que cubría el mecanismo
musical. Desmontó esa parte. Nada. No había rastro de la susodicha. Entonces,
volvió a agitar levemente la caja y algo resonó.
—Quizás sea una pieza fuera de
lugar.
Se limitó a colocarla bocabajo;
nada salía. Probó poniéndola de lado y observó que dependiendo de la
inclinación de la caja, algo corría de aquí para allá. Era tan escurridizo que
tuvo que esforzarse varias veces para intentar sacarlo de ahí. Cuando al fin
pudo hacerlo, observó la diminuta esfera plateada ahuecada.
—¿Qué hacía un cascabel ahí?
Al retirar dicho objeto,
colocó de nuevo la tapa del espejo secundario. De pronto, una melodía inundó la
habitación. El ambiente se tornó diferente. Del joyero, emanaba una sensación extraña
y contradictoria.
Sin saber muy bien por qué, se
asomó a los espejos desplegados y escuchó con atención. La música destilaba
tristeza y congoja, disfrazadas de añoranza, anhelo, y sosiego. Inclinó un poco
la caja para verse en uno de los espejos.
Cuando apartó la caja de su
rostro, la música ya casi paraba. Las últimas notas se sucedían desganadas. La
depositó a un lado, en la mesa de centro y apenas hubo estado en contacto con el
filo de la mesa, enmudeció.
Empujó con suavidad la caja
para evitar que se cayera, y el espejo principal enfocó al instante algo hacia sus
espaldas. Detrás de ella creyó ver algo. Algo que la hizo estremecerse y caló
hondo en su subconsciente, generándole recurrentes pesadillas.
***
Maki-e decidió colocar la caja de música junto a su
despertador. Se reincorporó en el sofá, a falta de un sueño reparador, estaba ensimismada.
Por alguna razón se despertaba
entre la hora de la Serpiente y la del Dragón (entre las 4:44).
Al pasar el alba, salió de
casa y caminó con pereza hacia el lugar donde trabajaba. En la veterinaria, atendió
a un perro atacado por un enfadado puercoespín. El dueño del canino había sido
su compañero desde la primaria y a veces salían juntos.
—Luces cansada —le dijo.
—Sí, es por la mudanza—le contestó—.
Aún no me acostumbro a vivir sola.
Maki-e sonrió. Le entregó la cartilla con la próxima cita y se
despidió de ambos. Al inclinarse y pasar la mano sobre las orejas del perro
como siempre lo había hecho, éste le enseñó los dientes.
—¡Tranquilo, Muchacho! —exclamó
Sukiya, sosteniéndolo de la correa.
Ella se hizo para atrás. Sintió
chocar contra algo grande y sólido que opuso una ligera resistencia, y luego cedió.
Ella se viró. No había nada, solo estaba la pared a medio metro de ellos. El
perro miraba hacia ese mismo punto y gruñía.
—Ha de estar adolorido por las
púas.
—No te preocupes Sukiya, no ha
sido nada —le contestó.
—Entonces, nos estaremos
viendo… —dijo, esfumándose de momento al ser jalado por la correa del perro. Luchando
contra éste, regresó a la puerta del consultorio a despedirse como se debe— …pronto,
si es que lo visita de nuevo el puercoespín.
Caminaron hasta perderse bajo
los techos inclinados de las casas. La tarde transcurrió sin complicaciones. El
wadokei en casa, debió de haber marcado la hora del Tigre (las siete de la
noche). Cerró la veterinaria y notó que los
cuervos la esperaban entre los árboles.
Al principio creyó que era paranoica por la falta
de sueño, pero cada vez eran más. La observaban con esos enigmáticos ojillos. Sombras
ligeramente curveadas se arremolinaban sobre las ramas. Decidió ignorarlos y
volver pronto a casa.
***
Suena el teléfono, es Sukiya. Muchacho está muy mal
herido. «Otra vez el puercoespín», pensó Maki-e. No, esta vez es algo peor. Salió
corriendo apretando el maletín médico. A medio camino de la veterinaria, encontró
a Sukiya con su perro en brazos.
—¡Lo encontré así en el patio! —dijo, y le rogó que
lo salvara.
En el trayecto el perro había perdido demasiada
sangre, ya no reaccionaba. Comenzaba a perder el calor corporal. Observó sus mortales
heridas a detalle. Se las habían hecho con objetos punzocortantes. «¿Quién le
haría esto a un pobre animal?», se preguntó, tachándolo de atrocidad.
Muchacho murió ahí mismo, en la mesa de
operaciones. Por supuesto Sukiya estaba inconsolable. Ella habló con él, por
procedimiento debía de realizar la autopsia para tener una pista de lo que debió
de haber causado su muerte. Su compañero aceptó con desagrado. Al palpar las
heridas se dio cuenta horrorizada, de que también le habían extraído los
órganos.
***
Había tenido un mal inicio de semana. Decidió
cerrar antes el consultorio y reponer unas cuantas horas de sueño, imposibles
de conseguir en casa.
Para rematar el nefasto día, de regreso se topó con
los habituales cuervos. Aceleró el paso. En eso, uno se le acercó. Tenía el plumaje negro, con reflejos púrpuras
y azulados. Cerrándole el paso, le depositó un peculiar objeto a sus pies. Maki-e
presionada por el escrutinio de las aves, levantó la figurilla. Los cuervos
graznaron al unísono y alzaron el vuelo.
Tallada en hueso, semejaba ser una cruza de ogro diabólico
con una geisha. El resultado era grotesco. La pequeña figurilla mostraba una
máscara de demonio con labios negros, la adornaban unos retorcidos cuernos que
casi cubría el cabello largo y negro. Vestía un kimono azul («tilín, tilín», escuchó en su
mente) con el obi de color negro, adornado al parecer, por un moño
blanco. Las altas getas combinaban con el tradicional atuendo.
En la parte inferior de la figurilla decía: «Enma».
No quiso saber nada más. La dejó donde la había encontrado. Se fue a casa, preocupada.
Maki-e se sentía vigilada. No solo afuera por los cuervos sino que, como
posteriormente descubrió; en el interior de su casa, algo siniestro la asechaba.
***
Sukiya corre. Algo abominable e invisible lo
persigue. Corre sin descanso, entre callejones, bajo los árboles de las
montañas y por caminos empedrados. Corre en círculos. Lo sabe y no quiere
detenerse.
—Sukiya
Él parece escuchar su nombre, pero no identifica la
dirección de donde proviene dicha voz. Trata de esquivarla, le hiere con tan
solo escucharla.
—Sukiya —repitió la siniestra voz.
De la nada, la oscuridad se arroja sobre él. Sus
ojos, sin vida ya, la miran y repiten su nombre: «Maki-e»
Despertó de golpe, sin poder
recordar por qué. Su respiración estaba agitada, sudaba y tardó bastante tiempo
en poder recomponerse. La caja de música sonaba de fondo. Acercó el brazo,
tentó la caja y la cerró con un rotundo «clong».
Esto se hizo rutinario. Todas
las madrugadas abría los ojos con un grito ahogado, despertaba sin aliento, con
el corazón casi saliéndosele, aunque no recordaba nada sobre la pesadilla.
Acallaba la música de golpe. Se paraba al lavabo, abría la llave y dejaba
correr el agua en lo que se lavaba la cara. Al terminar, se miraba al espejo,
preguntándose qué es lo que había soñado. «¿Qué le provocaba tanto pavor que hasta
su mente prefería olvidar?».
***
Era jueves, hoy la veterinaria
cerraba al mediodía. Al quince para las doce, la policía hizo su aparición en
el consultorio. La visita se resumió a informarle sobre el lamentable
fallecimiento de Sukiya.
—¿Qué fue lo que le pasó?
—preguntó consternada.
—Lo más probable es que haya
sido un animal— le contestó—. Un oso o un lobo. Tenemos muy cerca las montañas.
Ella no debatió ese punto.
—Necesito pedirle un favor. Ya que conoce del oficio…
podría revisar estas imágenes y ayudarnos a determinar, ¿qué tipo de animal salvaje
ocasionó su muerte?
Desvió la mirada, evitando ver
la foto que le mostraba el policía.
—Sé que es duro ver a un
conocido así pero…mis superiores quieren asegurarse de que no ande un demente
rondando por el pueblo—suspiró—. Ya sabe, excursionistas alocados por «el mal
de montaña».
—¿Qué lo hace pensar que un
humano podría estar detrás de esto?
—Cada cierto tiempo—comenzó a
decir el policía—, aparecen cuerpos compartiendo un patrón similar —le dijo con
cautela, cuidando sus palabras.
Maki-e sabía que le ocultaba
información. Por su vago informe, percibió que no tenían ni idea de qué es lo
que estaba atacando al pueblo. Al mostrarse renuente, el policía se impacientó
y cambió de estrategia. Haría un trato con ella, en donde ambos salieran
beneficiados. Compartió lo que sabía: «Sukiya no ha sido el único».
—Acá entre nosotros…—repuso en
voz baja—. ¡Algo los destripa como un pescado!
La imagen del perro le vino a
la cabeza («tilín, tilín», escuchó en su mente).
—O es un animal migratorio… —le dijo, extendiéndole la foto
frente a sus ojos, obligándola a verla—. O es un hombre muy deschavetado…
***
Antes de caer rendida por el
cansancio, creyó haber escuchado la caja musical, pero no estaba segura. Acercó
el brazo, tentó la caja y la cerró con un rotundo «clong». En la madrugada
volvió a verla abierta y procedió a cerrarla, sin darle mucha importancia.
A primera hora del día se
levantó, vistió y salió. Debía de aclarar su mente. Se desvió del camino
habitual y los cuervos aprendieron a habitar nuevas ramas. No importaba, no les
haría caso. Caminó y caminó hasta topar con un humilde santuario. Se adentró en
un jardín lleno de arena y rocas. Le pareció tranquilo y acogedor, se sentó en
la sombra y sin querer se quedó dormida.
—¡Este no es lugar para dormir!
—la reprendió una Miko, quien vestía su
típico atuendo rojo con blanco —. Si desea tomar una siesta, ¡vaya a su casa!
—Discúlpeme sacerdotisa…—se
levantó inmediatamente del lugar.
—Sando, soy Sando.
—Sando— repitió—. «¡Qué vergüenza!»,
pensó.
En ese instante, la Miko colocó
su índice en la frente de Maki-e y le dijo: «Así que ahora tú tienes la caja».
Dentro del templo, Sando le
explicó que según las tradiciones sintoístas,
consideraban a la caja de Enma como uno de los
portales más poderosos y conocidos.
—La caja lacada permite a los Yōkai cruzar del
mundo terrenal al otro lado —le dijo.
— ¿En verdad
existen los Yōkai? —la interrumpió azorada.
—No se tienen referencias de cómo la caja es capaz de conectar ambos
mundos—continuó ignorando su pregunta—. Su guardiana se llama Kurozuka.
Ahí, la Miko recobró el
aliento y le preguntó con severidad: «¿La has visto?».
—No —mintió Maki-e.
—¡Qué bien! —exclamó—. Entonces,
todavía estás a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—Quiero que mañana me traigas
la caja—dijo, esquivando lo evidente—. Esta noche haré los preparativos para
exorcizar o en el peor de los casos, quemar dicho objeto.
La situación le parecía tan irreal.
Había pasado de tener a un asesino rondando el pueblo a echarle la culpa a un ser
mitológico.
—¿Por qué no me deshago
simplemente de la caja?
—¡Ni se te ocurra! —le respondió
tajante—. ¿Crees que sería tan fácil? —resopló—. El ritual se llevará a cabo aquí
y de modo seguro. Lo adecuado es quemar a los objetos malditos en grandes
hogueras, como la que siempre mantenemos encendida en el templo. ¿Sabes por qué?
Ella negó con la cabeza.
—Porque si no se realiza
correctamente, los objetos pueden regresar a cobrar venganza.
Maki-e tragó saliva.
—Ahora, mientras llega el
nuevo día, lo único que tienes que hacer es: «Cerrar la caja cuando ella haga sonar la música».
***
Aquella noche no podía dormir. Daba vueltas y
vueltas. Cerró los ojos e hizo como que dormía, pero los nervios le impedían
hacerlo. («Si no se realiza correctamente, los objetos pueden regresar a cobrar
venganza», resonó la voz de Sando en su mente).
Le pareció escuchar un crujido, seguido de un rechinido.
Abrió los ojos y no tardó en acostumbrarse a la oscuridad. Cuando hubo identificado
el proceder del ruido, contempló la caja musical abriéndose sola, justo delante
de ella.
Horrorizada, creyó escuchar un siniestro canto.
Luego vio salir de su interior a unos huesudos y afilados dedos, conformando
una diabólica mano. Éstos levantaban lentamente la tapa de la caja,
desencadenando el inicio de la melodía. «Cierra la caja cuando ella haga sonar la música», recordó. Con
el corazón galopando a mil por hora, tendió una mano temblorosa y se acercó. De
un manotazo la cerró, muriendo al instante la música.
Apiló los libros que tuvo al
alcance, con la intención de bloquear la salida a lo que fuera que quisiese emerger
del portal. De pronto, se escucharon pisadas al otro lado de la habitación. El ruido se hizo más fuerte, las paredes
temblaban. La torre de libros se tambaleó. Maki-e se apoyó sobre ellos, no
quería prender la luz. Desde la pared opuesta, una enorme silueta la observaba.
Sabía que si la confrontaba, terminaría como Sukiya.
Se obligó a cerrar los ojos. Los apretó, por si de
un momento a otro se le ocurriera abrirlos. No esperó hasta que el wadokei diera
la hora del Dragón. Con la caja cerrada y envuelta con cinta adhesiva, corrió
hasta el santuario.
Para su mala fortuna, durante la ceremonia para
apaciguar a la caja de Enma, realizada desde la última vez en que se vieron; la
Miko había caído en una especie de trance, del que fue incapaz de salir.
—Siento llegar al alba…—dijo
jadeando—. ¡Preciso ver a la sacerdotisa Sando!
—Por el momento, nuestra Miko
se encuentra… «indispuesta» —le dijo una de las ayudantes, cerrándole la puerta
en la cara.
—¡Es de suma importancia que
me ayuden, por favor! —dijo, golpeando la puerta.
—¡Llévese ese objeto del mal! —exclamó
la ayudante tras la puerta, perdiendo los estribos.
Maki-e retrocedió con la endemoniada
caja.
—¡Aquí no podemos ayudarle! —y
tras una pausa añadió—: «Dudo que alguien más pueda».
***
Una hora más tarde, Sando
fallece, al igual que Sukiya y muchos
otros más. Junto con la mitad del pueblo, el templo está de luto. La policía hace
pública la investigación y admite la posibilidad de tratar con un presunto
asesino serial. La lluvia borra cualquier pista. Se les informa a los
pobladores, a no salir de sus casas hasta nuevo aviso.
***
Maki-e sabe que si para de correr, acabará como los
otros. Toma atajos, va por los túneles, esquiva las rocas. Busca la salida del
escondrijo. Despierta.
— ¡Maki-e! —le reprende la Miko, quien viste un
kimono azul—. El jardín del templo es para meditar, no para dormir.
—Lo siento mucho, Sando —se disculpa otra vez, y no
había terminado de decirlo cuando… recordó que esto ya había sucedido («tilín, tilín», escuchó en su
mente).
***
Despertó faltándole el aire. Vio que estaba
sujetada por las cuatro extremidades a una tabla fría y rocosa. Frente a ella, el
contorno de una figura en la oscuridad se retorcía con éxtasis. Trata de
desamarrarse las cuerdas que la retienen. Es imposible zafarse.
El fuego baila,
iluminando la caverna rocosa. Su mente por momentos se va, quiere ser libre y
no puede, no debe, no quiere.
—¡Despierta! ¡Despierta! —se dice una y otra vez—.
¡Despierta Maki-e! —pero ésta vez sus ruegos no funcionan.
Kurozuka no se para directamente en la luz, se
queda al ras de la oscuridad. Y no es porque sea tímida, no... Teme que su presa
muera antes, por el susto. Está cansada de tanta persecución, desea aprovechar todo
el tiempo que pueda, antes de deshacerse por completo de la humana y cazar a
otro.
Tararea una melodía conocida, que Maki-e tarda en
identificar. «¿Dónde la he escuchado?» se pregunta. Su mente no quiere cooperar.
«¿De qué servirá saberlo?, le responde indiferente.
—Es… es la melodía de la caja de música—se responde
a sí misma, entrando en pánico.
La figurilla grotesca, en escala real, de carne y
hueso se aproxima hacia ella. Es el temible ser, el del kimono azul que desde
en un principio, la acechaba y profanaba sus sueños. Desde donde está, puede
ver el macabro obi negro que luce, está ajustado no con un moño blanco, ¡sino con
un cráneo humano!
Porta escondidos, entre las interminables mangas
del kimono, unos objetos punzantes. Sin previo aviso, los hunde en el abdomen descubierto
de Maki-e, rompiendo el peritoneo. ¡El dolor es desesperante!
La diablesa ingresa más al fondo sus dedos, sangre
oscura brota pidiendo auxilio. Desde las aberturas, comienza a sacar los intestinos.
De vez en cuando, lame las vísceras con su larga y puntiaguda lengua azulada.
Disfruta lo que hace y se deja llevar. Luego, arremete
de nuevo desde donde lo dejó. Se escucha el nefasto sonido de sus tripas al ser
estrujadas, gotea el líquido vital y, tarareando aquella tonada, ella extrae todo a su alcance.
Es divertido, creo que Maki-e comienza a reírse. Parece
un rompecabezas humano, los dedos cadavéricos enrollan sus intestinos como si
fueran espagueti.
Pronto la risa es interrumpida por una violenta
tos, que la hace escupir sangre brillante y roja. Otros demonios se acercan, y a
cada bocado, ella grita, llora, maldice y ríe.
Se la están comiendo
viva. La destrozan por completo. Su carne cruje al ser estrujada. Seccionan sus
extremidades a mordiscos o, si bien le va, se las arrancan a la fuerza. Las
costillas emiten un ruido, parecido al de los pollos cuando son deshuesados. Los Yōkai la engullen con voracidad.
—Solo recuerden: el cerebro y corazón están destinados a nuestro gran
rey Enma, dios del Inframundo —anuncia Kurozuka.
***
Maki-e despierta.
Ignora por completo la melodía
de la caja, que resuena hasta el cuarto de baño. Abre la llave y se moja la
cara. Nota el agua fría entumecer su rostro. La cierra, y se contempla las
ojeras en el espejo de medio cuerpo.
Nota en el lavabo, cabellos extremadamente
largos para ser suyos. Escucha el cascabeleo característico de sus
persecuciones en sueños: «tilín, tilín».
La piel se le eriza. El pánico
la hace despertarse por completo. Fija la vista en el espejo y al hacerlo, ve detrás
de ella cabellos que cuelgan desde el techo.
Tiene miedo de girarse. Se
acerca lo más que puede al espejo e inclinándolo, la luz mortecina capta la
terrible imagen de Kurozuka.
***
La diablesa se encontraba de
cabeza en el techo. Las capas de su kimono no obedecían a las leyes de la
gravedad, su largo y enmarañado cabello caía hacia abajo, ocultando la mayor
parte de su rostro. Su monstruosa lengua, puntiaguda y azul, lamía una
extremidad a medio comer.
Como si apenas se hubiera dado
cuenta de su presencia, ésta interrumpió su manjar, y lo arrojó lejos al bajar.
De esta forma, con un grácil giro y en silencio, se posicionó detrás de Maki-e.
Ella incapaz de moverse por el
miedo, pudo ver reflejado en el espejo a unos ojos completamente blancos que sobresalían
del rostro. Sus labios, las cejas en forma de pequeños círculos, el cabello y su
obi, eran negros. Éste último, estaba decorado y amarrado con un cráneo humano.
Sintió su cabello erizarse, como si una fuerza sobrenatural
lo estuviera sujetando. Incapaz de controlar su espanto, el reflejo en el
espejo comenzó a temblar. Kurozuka pasó la lengua azulada y babosa por su
mejilla.
—Después de todo…, tú y yo nunca fuimos tan
cercanas —le dijo la voz de su tía abuela, atrapada en el cuerpo de la diablesa.
FIN
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