«Era de madrugada cuando un constante golpeteo me despertó; seguí el ruido hasta la sala. Prendí la luz y escuché por primera vez ese incansable martillar del que tanto había hablado la anciana».
Cierta vez mi abuela me habló por teléfono, el tiempo pareció no ser suficiente para ponernos al día con nuestras vidas y a mitad de nuestra charla comentó:
—Vaya, ya empezaron a
martillar otra vez.
Le pregunté a qué se
refería, pero prefirió ignorar mi pregunta. Me sentía una mala nieta por no
hablarle ni visitarla frecuentemente.
—¿Qué te parece si nos vemos
mañana para comer juntas?
—Estaré esperándote —me dijo,
justo antes de colgar.
Durante la comida salió a
relucir el tema de que todas las noches, sin excepción, se escuchaba un
constante martillar en la pared.
—¡Escucha! —exclamó,
llevándose la mano a su auricular.
Por más que presté atención no alcancé a distinguir
martilleo alguno.
—¿Lo ves?, ya están de nuevo
poniendo clavos —me dijo.
—¿Clavos? —le pregunté.
—Clavos —rectificó,
mostrándome la pared que daba a la sala. Miré la pared sin notar nada
diferente; esa pared color crema desde siempre había estado adornada con un
gran cuadro de hortensias.
—Es insoportable ese ruido
durante todo el día y la noche, me vuelve loca —se quejó amargamente.
Yo realmente no había escuchado el
martilleo del que hablaba, pensé en su edad avanzada y que quizá se sentía sola
viviendo aquí.
—Abuela, ¿puedo quedarme a
dormir? -pregunté en tono condescendiente.
—¡Por supuesto! —respondió
encantada.
Era de madrugada cuando un
constante golpeteo me despertó; seguí el ruido hasta la sala. Prendí la luz y escuché
por primera vez ese incansable martillar del que tanto había hablado la anciana.
El sonido provenía de atrás del cuadro. Lo descolgué y, al momento de quitarlo,
resonaron decenas de clavos cayendo a mis pies. Los recogí y los guardé en mi
bolsillo.
Recargué el cuadro sobre un
mueble y me detuve a examinar la pared con mi mano. Noté que, justo en el medio,
había clavado un clavo pequeño; sin embargo, pude notarlo flojo. En el momento
preciso en el que iba a quitarlo de su sitio, mi abuela entró en la sala.
—No importa que lo quites,
el clavo vuelve a ponerse en su lugar —dijo.
Lo retiré y comprobé que, cuando
se quedaba solo con el pequeño agujero, de pronto se escuchaba un golpeteo y el
clavo pasaba de mis manos a la pared como si lo atrajera cual imán. A continuación,
se escucharon más golpeteos en la pared, originándose una dúplica exacta del
clavo encajado, la cual cayó al suelo.
—¿Qué está ocurriendo? —exclamé
al mirar con incredulidad su generación espontánea.
—Tal vez si lo quitas de
nuevo y cubres el orificio ya no pueda volver a su sitio —propuso la vieja.
Sin pensarlo demasiado,
quité el clavo y cubrí el orificio con el dedo. Acto seguido el clavo atravesó
la uña de mi dedo índice y se colocó en su sitio. A pesar de mi sorpresa y
dolor, de nuevo se había generado otra dúplica resonando en el suelo. Ahora era
mi dedo lo que unía aquella pared con el clavo. Comenzaron a caer gotas de
sangre, manchando un poco la pared.
—¿Vas a quedarte ahí,
esperando a terminar de ensuciar la pared? —me musitó enojada.
Su frialdad me desconcertó,
pero sirvió para ponerme en marcha. Tomé una de las dúplicas caídas y me
preparé para desclavar el infame clavo que había atravesado mi uña mientras
tapaba aquel orificio con la dúplica. Lo hice rápido: no ocurrió ninguna otra
duplicación ni tampoco hubo más martillazos.
Encontré un trapo y lo anudé
alrededor de mi dedo, para detener el sangrado. Recordé que no hace mucho ella
también se había lastimado el dedo y su herida lucía muy similar a la mía.
—Abuela, ¿recuerdas que te
pasó en la mano?
—¿Mi mano?, ¿de qué hablas? —y extrañada me
mostró sus manos pecosas y arrugadas, pero sin ninguna herida o cicatriz
visible.
El sol comenzaba a asomarse
por las cortinas.
—Será mejor que te marches —me
dijo.
—Pero abuela…después de
desayunar…
—¡No, ya es tiempo de irte! —y
a empujones me sacó de la sala.
—Al menos déjame ayudarte a
limpiar el desorden.
—No, déjalo así, ¡ya vete! —dijo,
entregándome las llaves del auto y dejándome afuera.
—Pues ni hablar… —realmente me había corrido, conduje de
camino a casa.
Al llegar no recordaba con
claridad hace cuánto que no había visto a la abuela y trataba de explicar sus
anteriores acciones con el hecho de estar desacostumbrada a tratar con sus excentricidades
aunadas a su senilidad. Cuando desperté, sentí unos pequeños piquetes en la
espalda. Me había olvidado de vaciar el bolsillo con los clavos y estos se
habían desperdigado por toda la cama. Al poco rato decidí llamarle para
cerciorarme de que estuviera bien.
—Ya no escucho ese ruido
infernal —me dijo.
—Me alegro —le respondí, y
cuando iba a decir algo más se escucharon unos golpeteos en mi pared.
Salí de la habitación,
buscando el origen del constante golpeteo. Miré y, justo ahí se encontraba
aquel clavo en medio de la pared de la sala.
—Abuela, tengo que colgar.
—Ahora lo tienes tú —me
contestó, riendo a lo lejos.
Un estremecimiento me
recorrió el cuerpo al acordarme cuál había sido la última vez que la había
visto y por qué ya no la visitaba ni le hablaba. Hace tres años mi abuela había
sufrido de un infarto fulminante. Cuando me despedí de ella estaba en su ataúd
con sus manos entrelazadas y ahí fue cuando noté aquella herida idéntica a la
mía. Solté el teléfono cuando la vi
salir de mi habitación.
—¡Tú no eres ella! —le
espeté.
Los pasos de la vieja no
eran humanos sino metálicos, repiqueteaban como cuando se deslizan los clavos sobre
una superficie. Me arrinconó contra la pared de la sala.
—¡No te podrás librar de
nosotros!
En eso, de la sombra proyectada
por el clavo de la pared salieron unas largas y fuertes zarpas que me
estamparon contra el pequeño clavo, perforando mi cráneo una y otra vez…
FIN
No hay comentarios.:
Publicar un comentario