«Y se quedó ahí, quieto. Mirando en silencio durante largo tiempo, hasta que la eternidad se apoderó de todo».
Eder fue de visita a la casa de sus primos. El autobús tardó más de dos
horas en llegar a su destino. Al momento de bajarse, descargó su pesada mochila.
Después de esperar un buen rato, un chico se le acercó.
—¡Venga, vámonos! Nos queda mucho por recorrer —le dijo
su primo Arturo, señalando la empinada montaña.
Él pensaba que era muy raro que Arturo se hubiera
acomedido a recibirlo. De seguro sus padres le habían prometido adelantarle su
domingo o quizás, lo dejaría botado a medio camino como solía hacerlo cuando
venía de visita. «¿Por qué tuvo que ser él y no Anita o Juan?» pensaba,
mientras trataba de seguirle a paso veloz.
Ambos caminaron en silencio hasta la gran casa,
construida en la cima montañosa. A mitad del camino, pasaron por una granja
abandonada.
—Muchos aseguran que está embrujada—le comentó,
conteniendo la risa.
—Como si los fantasmas y brujas existieran —resopló—. ¿Crees
que voy a creer en esas mentiras?
Arturo se encogió de hombros y se sentó en el tronco de
un árbol caído. Permaneció así, mirándolo. «Ya que hemos venido por este lado
del camino…—le dijo mordiendo una ramita de pasto—. Será mejor que tú, como visitante
de otras tierras, le pidas permiso a la granja para poder pasar por aquí».
—¿Debo de pedirle permiso? —repitió, asegurándose de haber
entendido bien.
—Si la granja te acepta, entonces durante toda tu
estancia no te pasará nada —dijo Arturo con voz seria. Eder meditó por varios
minutos. Sopesando que lo peor que pudiera hacerle sería perderlo (otra vez) en
la montaña a propósito—. ¡No nos iremos de aquí hasta que me hayas traído un
objeto de la bodega! —le impuso.
Y ahí estaba la confirmación
de que eso era una prueba de valor, tramada por su maquiavélica mente. Vete a
saber qué es lo que le esperaría ahora al pobre de Eder, quien cansado por el
viaje, por cargar su pesada mochila durante la cuesta y tener que soportar las
bromas de su primo, poco a poco iba perdiendo la paciencia.
—Es tarde y estoy cansado. ¡Por favor, llévame a tu casa!
—le dijo, sonando lo más convincente posible.
—¡Si no hay nadie ahí dentro! —se asomó desde lejos,
animándolo—. ¿Acaso tienes miedo?
—¡No, simplemente estoy cansado! —replicó molesto—. ¡Mañana
volveré, entraré y te traeré lo que tú quieras! Pero ahora, me gustaría poder
llegar a la casa de tus padres, saludarlos y tumbarme un rato.
—¡Ay primo!, mañana será demasiado tarde—suspiró—. Si no entras
ahora, en la noche ya no estarás.
Eder miró su reloj de mano,
faltaba poco para que comenzara a ocultarse el sol. De seguro Arturo lo había
hecho tomar el camino más largo hacia su casa a propósito. Bueno, entre más
pronto lo hiciera, más pronto dejaría de cargar la mochila. Estaba seguro que su
primo se largaría de ahí en cuanto llegara a la planta baja. Ha sabiendas de aquello,
si no aceptaba el reto, no le enseñaría el camino hacia su casa.
—De acuerdo, lo haré.
—¡Genial! —contestó y le
recibió la mochila—. Entra y sal tan rápido como puedas—le aconsejó.
La granja estaba llena de blancas enredaderas, eso le
daba un aspecto desolado y salvaje. Avanzó, cuando bajó los primeros cuatro
escalones, escuchó muy tarde cómo Arturo cerraba la puerta de la bodega.
Seguido de sus pasos rápidos a través de la hierba.
—¡Arturo! ¡Abre, no es gracioso!
Pero Arturo estaba demasiado lejos para escuchar sus súplicas.
Subió a trompicones e intentó levantar la puerta atrancada. «¡Ya me las pagarás,
en cuanto salga de aquí! —masculló—. ¡Verás cómo te va!» musitó, alzando el
puño al vacío.
Sólo un hueco en la pared permitía la luz ambarina entrar.
Al parecer, la enredadera luchaba por obtener algo de sol también. No sé por cuánto
tiempo estuvo merodeando por el estrecho sitio. Pisó botes, cuyos contenidos se
desparramaron inundando el lugar con su rancio aroma. Se alejó de las profusas madreselvas
blanquecinas, donde los alacranes preferían hacer sus nidos. El lugar no era
grande y pronto lo recorrió en su totalidad. Cansado, se sentó en un rincón.
Luego, se asomó por esa abertura esperando ver a su tonto
primo acercarse. Sin embargo, lo que el agujero le mostró no era la parte
exterior de la granja. Volvió a cerrar los ojos, asegurándose de que lo que había
visto no era su imaginación. No, no lo era.
Del otro lado de la pared se podía ver parte del rostro
de una mujer, avanzando por una habitación cerrada. Su cabello era tan largo
que por todo el cuarto había mechones por doquier e incluso, cubría todo su
cuerpo. La mujer no era bella ni fea. No obstante, había algo que le impedía
apartar la vista de ella. Cantaba en voz baja. Y se quedó ahí, quieto. Mirando
en silencio durante largo tiempo, hasta que la eternidad se apoderó de todo.
Él seguía su movimiento con los ojos. La mujer no
caminaba, sino serpenteaba de un lado a otro. Lo que le había parecido a
primera vista una serie de enredaderas, eran en realidad sus canosos cabellos. En
cuanto la mujer sintió su mirada, se precipitó hacia él, propulsada como un resorte.
Se apartó de golpe al verla sin ojos ni nariz, solo una enorme y desagradable
boca.
Siseaba, tratando de pasar por el agujero. Eder se había
quedado petrificado del susto. En eso, se dio cuenta de que los cabellos de la
mujer se habían ido enredando lentamente sobre sus piernas. Con desagrado los
removió de un tirón. Éstos se sacudieron, silbando con ira.
Se puso de pie, dispuesto a irse. Aunque ese era su
deseo, algo en su interior se resistía a abandonar aquel sitio. «Miraré por
última vez» pensó, mientras se asomaba de nuevo. Se agazapó y justo en el momento
en el cual, iba a mirar por la abertura; a sus espaldas percibió una
respiración que no era la suya. Tuvo miedo de no encontrarse solo, y escuchó cómo
una espantosa voz ronca atronó: «¡Da permiso!».
Se encontró atrapado junto con un cíclope, quien al
haberse quedado prendado del cántico de aquella mujer, la pelambrera de su enorme
cuerpo estaba entrelazada con las enredaderas blancas. A pesar de estar sometido
por las matas salvajes, quería seguir viendo a través de la grieta.
Una vez que Eder se hizo a un lado, lo que alcanzaron a
ver a través de la fisura los envolvió con dicha. Y así quedaron prendados,
admirando la cautivadora danza de la criatura interminable.
Para cuando Arturo corrió el pestillo de la puerta, no había
nadie ahí. Extrañado por su ausencia, bajó y recorrió el espacio que ocupaba la
bodega. Al hacerlo, chocó contra dos torres de diferentes tamaños, envueltas en
una maleza albina. Una de éstas pareció lanzar un leve ronquido y antes de siquiera
poder tocarla, escuchó cierto canturreo proveniente del otro lado de la pared.
Sin hacer ruido alguno, se asomó por la abertura…
FIN
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