09 diciembre 2018

El camino de obsidiana I




——TRES ZOPILOTES ——
Parte I/III


«El sol estaba en su máximo punto, lo miré a pesar de que me lloraban los ojos; vi a tres zopilotes volando alrededor, uno detrás de otro».


Era el último día de la excursión escolar, habíamos pasado tres días y dos noches en aquel poblado. Al equipo D, le tocaba alzar los utensilios del desayuno, lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de redilas blancas. 
Levantamos nuestras tiendas de campaña desde muy temprano, pretendíamos alcanzar a los demás equipos antes de que cruzaran el puente. Una vez que todo estuvo listo, decidimos subirnos. Miré atrás, esperando poder despedirnos de al menos de los niños.
Levanté la vista, el sol estaba en su máximo punto. Miré con dificultad, a pesar de que me lloraban los ojos por la luz. Vi a tres zopilotes volando alrededor del astro, uno detrás del otro. En el aire, trazaban una lenta circunferencia oscura; proyectándola sobre nosotros.

***

Habíamos viajado durante cuatro largas horas, hasta que el autobús se negó a pasar por el estrecho camino, donde más adelante se alzaba el sorprendente puente, que colgaba en las alturas.
Y por fin al llegar, luego de una fatigosa caminata, los habitantes del pueblo Mascota nos recibieron. Como nos había dicho nuestro amigable guía: su sustentación se debía a las plantaciones de manzanos que exportaban a las comunidades cercanas.
—Eso siempre y cuando las lluvias no derribaran el puente —nos señaló. Todos sudamos con sus palabras, recordamos que habría que cruzarlo de regreso.
Aprendimos y les ayudamos a recolectar las manzanas verdes, de las que tanto se enorgullecían. Nos permitieron comer cuantas quisiéramos, eso sí, sin desperdiciarlas.
La primera noche nos invitaron a reunirnos en su fogata. Diego, el líder de nuestro respectivo equipo accedió. Según la tradición, cada uno compartiría un secreto que nadie más supiera hasta ese momento. Al terminar de contarlo, tomábamos del suelo alguna piedra negra y la arrojábamos a la hoguera, siendo el turno de otro.
—Pobre del que no cumpla con la regla —nos dijo uno de los jóvenes pobladores— porque atraerá la desgracia consigo.
Las piedras lisas y oscuras como la noche reflejaban la luz de las llamas, por lo que era fácil reconocerlas como obsidianas naturales.

***

Al segundo día, nos levantaron de madrugada, fuimos al río para bañarnos. Según nuestra profesora de física, el agua había conservado durante la noche todo su calor y debido al correr constante del flujo, no la sentiríamos tan fría. Nos mintió.
Horas después, caminamos cerca de tres kilómetros, y para evitar interferir con las funciones del recinto hospitalario, fuimos entrando por turnos; al ser el último de los equipos, entramos hasta el final.
Cuando íbamos visitando los «cuartos» divididos por mantas entre un «consultorio» y otro, vimos cómo los sanadores, atendían a los enfermos dándoles brebajes, mientras murmuraban oraciones en lenguas extrañas e incomprensibles.
En la parte posterior del destartalado edificio había un patio; ahí a la intemperie, acostaban a los convalecientes. Para regresar a la entrada, nos topamos con una señora muy anciana. Vestía con un rebozo rosa a juego con su larga falda, llevando el canoso cabello recogido en un desastroso chongo.
Con una mano se apoyaba en su peculiar bastón. Daba la impresión de estar ciega por las cataratas azuladas que le empañaban los ojos, pero su rápido caminar entre el desnivelado suelo, nos sacó de ese error. La dejé pasar primero, por el estrecho portón oxidado.
Una vez que hubo pasado, se alejó unos pasos, giró y con el bastón, apuntó hacia Diego. Lo mantuvo en alto señalándolo por largo tiempo. Una sonrisa torcida pareció dibujarse entre sus labios partidos. Él no pareció darse cuenta, estaba mirando a otro lado. Finalmente la anciana se alejó, no sin antes escupir en el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó mi compañera Maira, mirando de lejos a la viejecilla—. Por fin nos largaremos de este lugar —dijo, y asentí con la cabeza.
De regreso al campamento, notamos que cada una de las piedras oscuras que conformaban el camino principal, a pesar de su variado tamaño estaban colocadas de tal modo que hacían una circunferencia perfecta.
Nos preguntamos si aquello era un tipo de señalamiento o parte de una atracción turística (si es que había alguna por aquí). Sin percatarnos, nuestro equipo se fue quedando rezagado conforme encontrábamos más de aquellos círculos.
—Es increíble que no los notáramos la primera vez que pasamos por aquí —mencioné, analizando la elaborada configuración.
—Si, antes no vimos ninguno—respondió Karim—. Seguramente, lo debieron de haber armado hoy.
 Maira se acercó y con el pie, removió las piedras, regándolas por doquier. Al dispersarlas, la circunferencia mayor que conectaba a las demás, se deshizo.
—No hay nada abajo —dijo desilusionada, lanzando un suspiro de aburrimiento.
El guía, preocupado por nuestro rezago, había regresado por nosotros; al ver lo que había hecho mi compañera, enseguida se puso pálido.
—¿Qué has hecho? —dijo casi en un susurro.
En ese momento, nos dimos cuenta de que en verdad estaba muy molesto, casi al borde de la histeria. Para ser un chico acostumbrado a las visitas citadinas, diría que tenía muy pocos nervios.
Entre todo el equipo las colocamos de nuevo en su lugar, pero la circunferencia ya no volvió a quedar como estaba.

***

Debido a que nuestro buen guía nos dejó varados, tardamos bastante en dar con el campamento. Al llegar, estábamos realmente cansados y descubrimos que ya le habían informado al jefe de la comunidad sobre nuestro «irrespetuoso» comportamiento.
El acuerdo al que habían llegado nuestros maestros con ellos fue el de excluir al equipo D a los límites del campamento. Aparte, nos tocaría llevar todas las maletas y alzar los utensilios del desayuno, lavarlos y acomodarlos en la vieja camioneta de redilas, situada lejos de los terrenos en donde iniciaba Mascota.
A todo se nos hizo una medida sumamente drástica pero debíamos de acatar órdenes; lo bueno era que el destartalado transporte nos acercaría hasta el puente colgante.
Estábamos disfrutando de la idea, de que al menos no nos cansaríamos de caminar los tres kilómetros, cuando nos avisaron que el vehículo solamente transportaría cosas, no personas; a modo de respuesta suspiramos y miramos el largo trayecto a recorrer el día de mañana.

***

Durante la madrugada llovió persistentemente. Sin embargo, eso no fue suficiente para que nos dieran cobijo; nos quedamos en nuestras tiendas donde el agua se trasminaba.
Poco tiempo después amaneció, a lo lejos escuchamos cómo a los equipos A, B y C, los lugareños les obsequiaban platillos hechos de deliciosas manzanas verdes y los despedían con calurosos abrazos y sonrisas. Mientras eso ocurría, nuestro equipo lavaba platos, cargaba maletas y alzaba la basura producida en nuestro exilio parcial.
Cuando nuestros compañeros se hubieron marchado, pasó otra media hora en lo que terminamos de subir todo a la camioneta. El terreno estaba resbaladizo y teníamos lodo por todas partes.
Al treparme en la parte de atrás del viejo furgón, levanté la vista. El sol estaba en su máximo punto, lo miré a pesar de que me lloraban los ojos; vi a tres zopilotes volando alrededor, uno detrás de otro. Trazaban una lenta circunferencia invisible, proyectándola como sombra sobre nosotros.
Fue extraño, sentí un mal presentimiento inundándome el corazón. Al perderlos de vista, aquella sensación no se desvaneció del todo. Me subí de mala gana.
Debido a la lluvia repentina y persistente, el maestro Mario hizo hasta lo imposible porque nos prestaran el vehículo. El jefe accedió, con la condición de que sólo él manejara y la dejara cerca del puente. Ahí lo esperaría uno de los pobladores para regresarlo a los terrenos de Mascota.
Avanzamos unos metros y los vimos salir de entre sus palapas. Los observé quemar el espacio de terreno que los marginados, habíamos ocupado para acampar. A pesar de la lluvia, el fuego se extendió, quedando cenizas húmedas.
Paraditos como ganado transportado entre las maletas bajo la lluvia, no podía esperar a que pasáramos el «hospital» para estar más cerca de casa.
Pasé de mirar a Maira, a girar la cabeza para contestarle a Diego que se callara. En ese momento, el tiempo y el espacio se esfumaron.

***

Me vi a mí misma de niña con mi perro, cuando éste todavía vivía. Me observé como si fuese un ente externo y mis vivencias se estuvieran proyectando. Como si de una película vieja se tratase, me pasé a otra escena, donde me mostraba exactamente el momento en que ganaba una carrera de velocidad femenil. Corte. Luego apareció otra escena más reciente y ahora lo recordaba; me había peleado con mi padre y, sin dirigirle la palabra, me subí al autobús. «¿Pero qué era esto?, ¿un déjà vu?» —resonaba mi voz en la nada lejana.

***

Vi una nube de imágenes fugaces de mi vida, rebobinándose en mi mente a mil por hora.
Al abrir los ojos, me encontré tendida bocarriba. Los fragmentos confusos de estar dando vueltas, el polvo, el sonido de miles de vidrios quebrarse, ver varios garrafones vacíos rodando y sentir las maletas proyectándose contra mi cuerpo, tardaron en llegar.
Tenía las orejas, la boca y los ojos llenos de tierra. Un relampagueante dolor, me hizo recordar el campamento, ir en la vieja camioneta y las vueltas. De inmediato, me asusté al no escuchar ni ver a nadie más a mi alrededor.
En ese instante todo era silencio, hasta que de las maletas desechas emergió Karim. Desperdigando los vidrios del parabrisas, se reincorporó Maira para salir y al hacerlo, los tres nos topamos de manera abrupta con el atardecer.
Pasó un rato en lo que mi vista y oído volvieron a la normalidad. No notamos siquiera heridas o moretones pero sí cierta confusión. El vehículo había estado a unos metros de haber rodado río abajo. Sin duda habíamos sido suertudos por no terminar allá.
Habíamos estado por poco de no contarla, sobrevivimos el accidente. Las lágrimas recorrieron mi terroso rostro, juré nada más volver y me disculparía con mi padre. Sí, aún había tiempo, tenía otra oportunidad de hacerlo y me alegré por ello.
Sin parabrisas, las estacas blancas rotas y parte de la camioneta desecha, decorada con trastos por doquier, esperamos a que Diego y el profesor Mario, se reunieran con nosotros.
Al pasar el tiempo, nos dispusimos a buscarlos por nuestra cuenta, quizás habían ido por ayuda o a lo mejor se habían perdido. El accidente nos había dejado desorientados.
Pensamos que por el ruido de la estruendosa caída, los pobladores vendrían a ayudarnos, pero nada pasó. Decidimos tomar solamente las pertenencias que pudiéramos cargar y caminar en dirección hacia donde por decisión unánime, estaba el puente.
Luego de recorrer un tramo, Maira se quejó de un dolor fantasma en el tobillo. Y digo fantasma porque al revisarla, no encontramos la causa que originaba su dolor; a pesar de que ella aseguraba sentirlo.
Desde ese momento comenzó a cojear y eso nos obligó a tomar más de un descanso. También nos dimos cuenta de que la tarde parecía no transcurrir; el sol siempre estaba en la misma posición, nuestras sombras eran invisibles. No comprendíamos el por qué, si habíamos caminado por lo menos dos horas.
En lo que debatíamos sobre ello, de los árboles cercanos emergió nuestro profesor a cargo. Nuestro asombro y felicidad de ser rescatados, se vio desplazado por un miedo indescriptible; la desesperanza que emanaba desde sus ojos.
Él, indiferente a nuestras presencias, siguió recorriendo el camino principal, tapizado en su mayoría por obsidianas y otras piedras naturales.
—¿Profesor Mario? —preguntamos.
—¿Pero qué es lo que hace? —le gritó Karim—. ¿Acaso nos ignora?
—Quizás esté todavía en shock —respondió Maira.
—¿Profesor? —repetí—, ¿se encuentra bien?
No nos hizo caso, parecía incluso más perdido que nosotros. Al darnos la espalda, vimos que tenía un feo golpe en la nuca. La sangre le había manchado la playera y le escurría, dejando un rastro sobre el suelo.
—¡Sujétenlo! —gritó Karim—. Tenemos que detenerle la hemorragia o se desangrará.
Los que quedábamos del equipo D lo inmovilizamos. Maira le colocó una sudadera sobre el cráneo a modo de turbante, mientras nos mirábamos entre nosotros, ocultando el pánico que sentíamos; esto lucía muy mal.

***

Una vez que el profesor hubo ahuyentado a las manos que lo sujetaban, el eco de sus voces lo hizo perder la poca cordura que lo mantenía a flote. Corrió fuera del camino principal, y en cuanto hubo puesto un pie fuera de este, desapareció.

—¿Cómo pudo suceder aquello? —nos preguntamos. Inmediatamente comprobamos la zona, ni rastro del profesor. Era como si nunca hubiera existido. Karim acercó la mano derecha hacia el sitio, en donde no hace mucho había estado el susodicho.
Un estremecedor grito de dolor desgarró el cielo naranja. Su mano se había evaporado, al igual que el profesor Mario.
—¿Qué es esto? —masculló Karim sin comprender.
Espantadas, entre las dos lo arrastramos de vuelta; comprobamos que su mano ya no estaba. Un corte limpio y del resto de su extremidad, le salía polvo como si de sangre se tratara.
—¿Qué está pasando? —gritó con histeria Maira.
—¿En dónde estamos? —pregunté sollozando.

***

Al tranquilizarnos (dentro de lo que cabía), decidimos llegar a como diera lugar al puente; siempre con el miedo de dar un paso en falso y desaparecer.
Pronto nos dimos cuenta de que siempre y cuando nos mantuviéramos en el camino principal, eso no sucedería.
Después de caminar y caminar, seguimos viendo al sol situado en el mismo punto en el cielo, inmóvil y congelado. Con frustración y desencanto, descubrimos que habíamos regresado al mismo sitio de donde habíamos partido.
La única diferencia era que ahora, la camioneta estaba puesta como se debe, los objetos desparramados ahora estaban apilados y parecía ser menos el caos.
—¡Otra vez aquí! —gritó Maira con las manos en la cabeza.
—¿Cómo es esto posible? —balbuceó Karim.
Fastidiados dejamos el resto del equipaje, porque con cada paso, parecía ser más pesado el contenido. Nos dispusimos a retomar la vía, nos aseguramos de ir siempre hacia adelante; de cualquier forma obteníamos el mismo resultado.
—¡No puede ser! —grité.
—¡Maldita sea! —espetó Maira—. ¡Estamos caminando en círculos!
—«Esto me supera» —exclamé para mis adentros. «¿Cómo era posible volver no una, sino tres veces al mismo sitio?», pensé.
Comenzamos a discutir si era mejor emprender de nuevo la patética caminata o si nos quedarnos en un mismo sitio para que nos encontraran. Decidimos intentarlo una vez más.
Al alejarnos, notamos que conforme más veces cruzábamos de un lado a otro, surgían nuevos círculos hechos de obsidiana. ¿Cómo no los habíamos visto antes? Eran tantos que tapizaban el poblado y conforme los mirábamos se multiplicaban.
Les echamos un vistazo de cerca; en su interior cada círculo encerraba algo maligno, que nos asechaba y trataba de alcanzarnos, desplazándose de un lado a otro dentro de su limitado espacio.
Gracias a aquellos circunferencias formadas, lo que sea que estuviera dentro de las mismas, nos separaba de ellos. En eso, me detuve a pensar en el que habíamos «arreglado».
—¿Qué hemos hecho? —les grité—. ¿Cómo no lo supimos antes?
—¡Disparates! —pronunció Karim.
—Sin advertencia alguna… —pronuncié—: nos maldijeron.
—¡Estamos condenados! —estalló Maira.
El pánico, cansancio acumulado e incertidumbre nos estaba destruyendo. Nuestras creencias nos dividían. Pronto nos acalló un sonido desagradable y temible; estaba demasiado cerca. Se nos erizó la piel; algo nos estaba siguiendo el rastro.
Ante el estallido de la estampida, Maira muy cerca de los límites del camino principal, trastabilló. Al tratar de recobrar su paso, colocó un pie al frente; justo en el límite del inicio de las vías secundarias. Karim y yo la observamos, conteniendo el aliento. Pisó fuera del camino señalado y todos aguardamos.

***

La jalé del cabello para regresarla al lugar que considerábamos a salvo; todavía conservaba el pie.
—¿Pero qué?... —dijo, apoyando de nuevo el pie, escuchándose un leve crujido. De entre la suela de la bota, se deslizó una piedra negra; era una obsidiana y le había salvado la extremidad. Ahí comprendimos cómo podíamos salir de ahí.
Lo que nos perseguía sin descanso, era guiado por un sonido seco y constante. Si las obsidianas servían para cercarnos, entonces también nos servirían para apartarlo de nosotros.
Y como si hubiésemos tenido la misma idea, comenzamos a juntarlas y llenarnos los bolsillos de piedras negras, en lo que corríamos por nuestra vida.
Karim se adelantó y comenzó a trazar una línea con su única mano, una divisoria entre «eso» y nosotros. Cuando hubo cruzado el último integrante del equipo D, cerramos el círculo abarcando todo el espacio a lo ancho del camino. Eso lo detuvo por el momento.
—Genial—resopló Maira—. Si regresamos, nos toparemos con «eso», y caeremos en nuestra propia trampa.
—¿Es que acaso deseas regresar? —le pregunté molesta, mirando también a Karim.
Ninguno de los dos objetó nada. No teníamos intención de dejar de intentarlo, llegaríamos al puente. Muy pronto estaríamos en casa.

***

Unos con los calcetines llenos, otros con las botas llenas y pesadas; cada uno tintineaba, avanzando con lentitud. Por si las dudas, decidimos llenarnos cualquier bolsillo de las pequeñas, relucientes, frías y puntiagudas piedras. Al caminar chocaban unas contra otras, sonando como canicas.
Otro sonido en las cercanías nos puso de nuevo en alerta. De súbito iniciamos el trazo de una circunferencia sin terminar, esperando cualquier cosa.
Frente a nosotros apareció Diego. Su expresión de asombro fue creciendo conforme nos miraba a cada uno.
—¿En verdad son ustedes? —preguntó.
—¡Claro que somos nosotros, idiota! —bufó Karim—. ¿A quién más esperabas encontrar?
—Han… vuelto— musitó.
—¡Bah, otro en estado de shock! —se quejó Karim.
—No le hagas caso —terció Maira—, está afectado por lo que hemos pasado.
Diego posó la mirada en la mano faltante de su compañero, y antes de que pudiera preguntarle respecto a aquello, le interrumpí.
—De cualquier forma, ¿por qué no regresaste por nosotros?
—¡Claro que regresé! —respondió, defendiéndose de la recriminación—. Fui por ayuda cuando ustedes… — y enmudeció.
—Bueno, creo que tu ayuda evidentemente nunca llegó —se quejó Karim.
El silencio nos incomodó, una manera de zafarme del mismo fue preguntarle si sabía algo del profesor.
Diego nos mencionó que ya se encontraba mejor, lo estaban atendiendo y se les había informado a los demás maestros y alumnos sobre la situación del accidente.
—¿Y qué planean hacer? —nos preguntó.
—¿Acaso no es obvio? —levantó Maira la vista al cielo—. ¡Queremos ir a casa!
Todos asentimos con vehemencia. Diego se rascó el antebrazo y frunció los labios, ese gesto ya lo conocía. Lo hacía inconscientemente cuando algo no le parecía y le daba miedo demostrar estar en desacuerdo.
—¡Tú —le ordenó Karim—, ya has logrado salir de aquí; entonces, nos enseñarás el camino de regreso!
—Temo que me es imposible —nos dijo en un murmullo—. Yo… —balbuceó— ¡yo ya no puedo volver! —y al decirlo, algo raro sucedió.
 De los tres que quedábamos, cada uno optó por tomar una vía distinta, asegurándole a los demás, ser el camino indicado.
—¿Qué hacen? —les pregunté—, si el puente está por éste lado.
—Mi instinto me dicta que debemos de seguir en aquella dirección —señaló al lado opuesto Karim.
—Siento que debemos de ir por acá —se excusó Maira.

Era difícil de explicar; no obstante, ahora que éramos libres de caminar por donde nos placiera, cada uno tomó su camino y nos separamos.
—No deberías de quedarte aquí —me dijo Diego, antes de irse. Miré a los demás alejarse, fue la última vez que los vi.

***

El tiempo era muy extraño, el atardecer nunca acababa. No sé cuánto tiempo pasó luego de emprender sola mi viaje, cuando vislumbré de lejos el hospital.
A partir de ese punto, mis pies me empujaban hacia una misma dirección, recorrí el edificio, seguí un pasillo estrecho y frio. Para mi sorpresa, de la parte posterior, salió la voz que reconocí de inmediato.
Algo dentro de mí se iluminó, doblé en la siguiente esquina donde la pared de cemento tenía una columna y me dejaba verlo parcialmente.
—¡Pa…! —exclamé, pero fui interrumpida con brusquedad.
 Fui presa de un brutal jalón invisible, el cual petrificándome en el acto, me hizo caer de espaldas detrás de la columna. Algunas de las obsidianas salieron desprendidas desde mis bolsillos y botas. Aunque el sonido fue tenue, nadie dentro de la habitación se asomó para ver lo que había sucedido.
Debía de ser sumamente interesante lo que discutían en su interior como para no percatarse del ruido.
—Déjalo estar, pequeña —me dijo—. ¡No te involucres más!





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